miércoles, 16 de diciembre de 2015

Navidades y bicicletas (*)






Carlos Zúñiga Jara




Desde que tengo memoria la navidad me trajo confusiones que sólo aclaré hace pocos años. Siendo un crío me intrigaban las tarjetas navideñas con sus imágenes contradictorias; Por una parte, aparecían alusiones al nacimiento de Jesús en un entorno cálido: un establo, los reyes magos atravesando algún desierto o la Virgen con el niño en brazos por algún camino seco y pedregoso a lomo de borrico; Por otra, las tarjetas representaban paisajes nevados con monos de nieve y a un rechoncho personaje de barba blanca enfundado en ropa de invierno color rojo. A lo anterior, debía agregar que la navidad en mi pueblo es a inicios del verano. Hasta donde averigüé por aquella época, en el resto de los pueblos ocurría algo similar, la navidad no era en invierno sino a inicios del verano. Para mí, además, eran los primeros días de playa entre Villarrica y Pucón, cuando Calfurray aún tenía aguas limpias. A diferencia de lo que indicaban las tarjetas de fin de año, mi navidad no tenía gorros de lana, ni monos de nieve, ni caminatas por el desierto.

Con la llegada de la televisión a mi hogar a fines de los 60’, se me agregaron nuevos motivos de desconcierto: el “pavo navideño” como parte de los festejos. Cuando tenía siete años nos mudamos a una casa-quinta donde compartíamos fronteras con mis abuelos paternos y dos hermanos de mi padre. En su gran patio mi madre tenía una pequeña y colorida quinta de árboles frutales: cerezos, ciruelos, manzanos y duraznos, además de huerta y crianza de aves: gansos, gallinas y pavos. A pesar de la presencia de pavos, la cena navideña en mi familia siempre fue un asado de cordero, faenado y preparado por mi padre. Por lo tanto, me  resultaba extraño que en el resto del mundo se cenara pavo, tal como lo decía la televisión. 

Así y todo, de niño era mi época favorita, de frutas y correrías. Con mis hermanas y primos recorríamos el vecindario asaltando cerezos, hurtando grosellas y manzanas verdes, con pequeñas bolsas de sal para degustar la mercancía robada. Un poco más adelante, en mi época escolar, diciembre marcaba el fin del período de escuela y el inicio de vacaciones que en algún momento -en mi definición infantil del tiempo- duraban un año. Siempre estuve más integrado a las redes familiares que a las escolares, por lo tanto, era una época de liberación. 

A diferencia de lo que ocurre ahora, el pueblo se vestía de fiesta la segunda quincena de diciembre. Los almacenes y tiendas -en su mayoría propiedad de familias árabes- se llenaban de luces y motivos navideños. El modesto centro, donde se instalaba el comercio más importante, estaba limitado a un par de cuadras. Caminar entre la “Bota Verde” y la “Librería Selecta” buscando mis armas favoritas era cosa de minutos, saltando la calle hacia la “Librería Universo” y volver a empezar de nuevo desde la ferretería “Trasandina” hacia arriba, por si se me había pasado algún detalle, no me demoraba más de media hora. O corriendo hasta la “Gran Vía”, donde mi primo Sergio me aseguraba que había revólveres, arcos y flechas como los que aparecían en “El Jinete Fantasma”.

Como era una época más moderada e ingenua, esos escaparates bastaban para satisfacer mis pretensiones navideñas: equipamiento de vaquero o implementos de guerra, que se reducían a modestas pistolas y rifles de plástico; en el mejor de los casos, revólveres a “fulminante”, cinta con alguna mezcla de pólvora que al ser percutada “disparaba” algún ¡bang!, ¡pang! o ¡pum!, de acuerdo a la onomatopeya impuesta por los comic. Regalos que, hoy por hoy, no serían considerados en serio por ningún niño. Ese gusto por las armas me venía de mi afición a las historietas, ojeaba y hojeaba comic desde mucho antes de aprender a leer. 

La preparación de la fiesta navideña se iniciaba un par de semanas antes, con la búsqueda de un pino o la recuperación del usado el año anterior, siempre y cuando las raíces no hubiesen salido del cajón de madera que lo contenía. Mi madre vestía el árbol con los viejos adornos: estrellas multicolores, burbujas doradas, “nieve” de algodón, además de pequeños “pascueros” de chocolate y una infinidad de caramelos. Víctimas de la rapacidad infantil de mis hermanas -Gloria y Ana- pronto colgaban solitarios envoltorios de “pascueros” y caramelos. En la base del árbol ocupaba un lugar central un antiquísimo y bien conservado pesebre. 

Si de algo siento nostalgia, es del olor a pino verde inundando la casa, ese era para mí el aroma de la navidad.

Una semana antes mi padre encargaba un par de corderos que pastaban en un rincón del patio esperando Navidad y Año Nuevo. La víspera de cada fiesta se desarrollaba un sanguinario ritual a cargo de mi padre: carnear el cordero con un certero estoque en la garganta, preparar el “ñache”, una adaptación criolla del “ñachi” mapuche, sangre de cordero cuajada, aliñada con sal y ají verde, degustado con vino blanco y limón. Delicatessen que era saboreada por una gran cantidad de parientes invitados al evento. Después se procedía a descuerar y trozar el borrego. En medio de esa febril actividad los pequeños ayudantes corríamos presurosos proveyendo cuchillos, envases y sierras. La primera preparación culinaria era un “cocimiento”, un guiso con las menudencias del cordero: chunchules (tripas trenzadas), riñones, pulmones, hígado, corazón, etc., con cebollas, arvejas, abundante vino blanco y especias a granel. Si mi padre lo estimaba, el “cocimiento” podía ser reemplazado por “apoll” -otra adaptación criollo-mestiza tomada de la culinaria mapuche- pulmones de cordero inflados, aliñados con abundante pimienta, comino y sal; que junto con el corazón se hervía por algunos minutos. La versión original, según contaba don “Rigo”, mi padre, la hacían los mapuches incorporando los aliños al cordero recién degollado y aún vivo. Con los últimos estertores los aliños se impregnaban profundamente en los pulmones.

La preparación principal también corría por cuenta de mi padre: el “asado al palo”. Medio cordero ensartado en una varilla metálica, asándose lentamente en carbón de hualle, dispuesto en una parrilla construida de un gran tambor metálico cortado a la mitad, el “pancho”. Después de varias horas de lenta cocción se servían grandes trozos de carne, acompañados de papas cocidas y abundante ensalada de tomates y lechugas. Nuestra criolla cena navideña.

Mis navidades están marcadas por los regalos. Rifles, pistolas, revólveres y en menor medida, pelotas y pequeños automóviles de plástico. Los mejores regalos que recibí fueron un camión a pedales y un par de bicicletas. A los cinco años mi primera bicicleta, de color verde y marca irrecordable. A los doce años una bicicleta roja de “media pista” marca CIC. A los treinta años -también por navidades- mi bicicleta azul, una montañesa marca “Oxford”, que aún se mantiene activa.

La espléndida mañana del 25 de diciembre de 1965, junto al árbol navideño estaba mi flamante camión verde, iluminado por un sol feérico que se colaba entre las cortinas, sonriendo reluciente ante mi asombro de niño con su pequeña cabina descubierta y una resistente carrocería de lata. Con un olor a pintura fresca que recordaría los siguientes treinta años. Sobre su construcción no estoy muy seguro, probablemente lo fabricó mi padre en la maestranza de don Eloy, mi abuelo, a golpe de martillo y soldadura, entre aserraderos a medio construir y grandes locomóviles. En ese camión recorrí miles de kilómetros de difícil ruta cordillerana. Sorteando ciclópeos cerezos y añosos manzanos; cruzando jardines selváticos, entre calas blancas y fragantes veredas de jazmines; al final del camino, un río gigantesco donde la abuela enjuagaba manteles bordados y sábanas blancas. Cargado de hermanas y primos, fundiendo el motor en alguna espantosa subida a medio camino de la entrada a la maestranza del abuelo y la fundición de mi padre.





Mi camión me acompañó por años, soportando arreglos estructurales para adaptarse a mis piernas cada vez más largas, tolerando desabolladuras y repintados debido a los frecuentes accidentes carreteros. Un día me fue imposible subir a su estrecha cabina y mi camión verde se quedó estacionado para siempre en algún rincón del patio junto a ciruelos y camelias.

Mi primera bicicleta me la trajo el “Viejo Pascuero” en la navidad del 66’. Estoy seguro que no fue “Santa Claus”, porque este impostor nos llegó por televisión unos 10 años después. Ambos vestían de rojo con larga barba blanca. Pero a diferencia de aquel que aparecía en las insufribles películas televisivas de diciembre, nuestro “Viejo Pascuero” siempre andaba acalorado. Yo lo vi varias veces en las calles del minúsculo Centro de Villarrica allá por 1964 o en las calles de Temuco, en diciembre del 63’. Moreno de ojos negros, le gustaba usar la barba algo holgada y sudaba copiosamente.

Aquella navidad desperté temprano, seguramente por el peso de la bicicleta encima de mi cama. Verde, con pedales fijos, mi padre le pondría ruedas para “aprender a andar”.





Ese verano fue de aventuras. Recorrí la distancia que separaba la casa de mis padres y el almacén de mi abuela siempre lleno de olores y de voces, corriendo entre los cajones de azúcar y las bolsas de yerba mate. Yo, intrépido ciclista, con la seguridad de las rueditas impresionaba a mi abuela con mis desplazamientos, mientras ella reía burlona. O algún largo viaje a casa del tío Enrique, a propósito de una reunión familiar, tan habituales en aquellos años. Una travesía heroica al ritmo de las rueditas raspando el cemento, que acabó en una fatiga vergonzosa, con mi padre molesto por mi falta de habilidades atléticas y mi madre dando explicaciones sobre mi agotamiento. 

Algunos meses después don “Rigo”, en una ceremonia que presenció el resto de la familia, quitó las rueditas. Salí raudo y orgulloso al desafío que imponía la acera   -tenía órdenes estrictas de no utilizar la calle- escabulléndome de mis hermanas que entre gritos me perseguían.



Crecí demasiado rápido y la bicicleta verde terminó sus días entre los cachureos metálicos del taller de mi abuelo. Ya no podía acompañarme a las excursiones al almacén de la abuela, ni esquivar con facilidad los sacos de trigo, ni la maquinaria agrícola que reparaba don Eloy. 

Los años se fueron juntando, corriendo entre la escuela y los cerezos en flor de la casa paterna. Yo, sin resignarme a mi destino de peatón, pedía todas las navidades una bicicleta nueva, roja, como esas que salían en las revistas de mi madre. Primero, intentado negociar directamente con el “Viejo Pascuero” y luego, de tanto trámite infructuoso, con mi padre. Y así, cinco navidades recibiendo insulsos automóviles de plástico o revólveres a fulminante, que no se comparaban con una bicicleta. 

Y entre disparos mordía mi pena de niño. ¡Bang!, ¡bang¡, matando bandidos que se negaban a morir, porque era la hora de la “once”. En la espesura de la huerta, asaltando fuertes defendidos por Gloria, Solange, Ana y Sergio; comandados por el pequeño e intrépido Germán, un comandante de tres años. O pasando tardes enteras con Álvaro y Sergio, confeccionando armamentos para jugar a los “romanos”. Así, armados con pesados escudos de madera y espadas mal labradas, atacábamos “castillos” de madera transformados en fuertes, defendidos por Milton, Germán, Ana, Gloria, “Chochi” y los primos que llegaban durante el verano. Guerreros heroicos que repelían el ataque con un bombardeo de terrones y manzanas verdes que los escudos resistían a duras penas. Bárbaros y romanos trenzados en batalles épicas interrumpidas por los enérgicos llamados a la cena. Los guerreros regresaban al hogar humillados a coscorrones -por madres sin sentido de la épica- por la ropa hecha jirones y la mugre acumulada durante la batalla.

Diciembre de 1974 debió ser una navidad triste para la mitad de los chilenos: El inicio del festín de los audaces que se enriquecieron con el saqueo del Estado. El festín de los soldaditos ansiosos de un remedo de guerra para regalarse medallas jugando a salvar a la patria. 

Hoy me da pudor reconocerlo pero, en mi inconsciencia infantil, la de 1974 fue una buena navidad, inaugurando árbol nuevo traído de los viveros del fundo de Weber. Con la casa impregnada de aroma a pino verde, el movimiento de corderos en el patio y compras de última hora: papas nuevas, cilantro, ají verde, lechugas y tomates. La Nochebuena se impregnó de olores, con esa mezcla mágica de pino y cordero asado. Con mi madre presurosa con el pan, los platos y el llanto de la pequeña Yasna, mis hermanas discutiendo con Germán sobre las bondades de las costillas de cordero y don “Rigo”, sonriendo satisfecho por sus logros culinarios.

Hasta donde sabía, mis solicitudes habían sido infructuosas. No habría bicicleta ese año, a cambio, en mi condición de “niño explorador” me regalarían un puñal. La mañana del 25 de diciembre de 1974 me recordó las navidades del 65’ y 66’. Sonriente, bajo el árbol navideño me esperaba con su promesa roja y cromada. Creo que nadie es más feliz que un niño en bicicleta, dichoso de sol y viento, corriendo por sendero y calles hasta quedar rendido, explorando bosques y playas. 

La navidad también había llegado con su carga a casa de mis vecinos Álvaro y Alejandra, con un par de CIC amarillas. Conformamos un pequeño equipo de exploración con Álvaro y Sergio, que disponía de una bicicleta prestada por su prima Gina, una hermosa morena que me quitaría el sueño un par de años más tarde.




Y ese verano fue de paseos largos, recorriendo las calles de mi pueblo. Entre “Presidente Ríos” y el “Embarcadero”, Las viejas veredas de la playa “Pucara”- “pulcra” de gredas y desechos- la playa del “Pescadito” o los senderos de la costa del lago Villarrica, entre junquillos y sauces llorones, intercambiando secretos sobre pedales, cadenas y velocidades, hablando de brujos y ovnis, discutiendo si Mampato o los minilibros Quimantú, si Batman o Superman, si Tarzán o Mizomba, el Intocable, si morenas o rubias. Esas discusiones se prolongarían los siguientes treinta años. Como dice Serrat, “¿y a quien le vas, azul o colorao?”.

Así, los días se fueron como hojas barridas en otoño. La adolescencia se me llenó de ojos y de voces, de amores y desamores. Y, como suele ocurrir, terminó demasiado pronto.

Vinieron los veranos y los inviernos, mis pies aplastaron hojas en los otoños de nuevas ciudades, lejos de mi pueblo. Y la vida me llevó, entre libros y cuadernos, tan lejos y tan cerca.

Y las navidades se me fueron una a una. Por razones de mercado, más bien por razones de supermercado, hice la transición del cordero al pavo, que intermitentemente preparé los siguientes años. Adobado con naranjas, vino tinto, comino, pimienta, ajo, romero y chascú, una pizca de orégano para la nostalgia y sal a gusto. 

Por las mismas razones acepté las insoportables “Barbies”, los pinos de plástico, pañuelos y camisas en vez de juguetes.

Hace un par de años se me empezó a extraviar la Navidad. Será por la ausencia de corderos en la cena o porque ahora los árboles de navidad son de plástico. O porque nunca más recibí una pistola “a fulminante” o una bicicleta roja. O acaso por la sonrisa burlona de las “Barbies” restregándome en la cara la derrota del “Viejo Pascuero” a manos de “Santa Claus”.



¿Quién me robó el aroma a pino verde?  




(*) Este relato pertenece a "Cronicas en verde" © (Inédito)
Las ilustraciones son de Isis Zúñiga Campos

sábado, 12 de diciembre de 2015

Criollos y mestizos (*)



                                                                                  Carlos Zúñiga Jara






Sobre las vivencias de los criollo-mestizos tomo la deriva territorial de José Eloy Zúñiga   Chávez, mi abuelo[1], una deriva que de acuerdo a la memoria familiar se inició a mediados del siglo XIX en las cercanías de Chillán con el nacimiento de Pedro, abuelo de Eloy. Como pasa con la mayoría de las familias criollo-mestizas, los recuerdos anteriores se extraviaron entre tanto camino andado por estos descendientes de vagamundos que comenzaron a recorrer la tierra hacia el siglo XVII. En esa falta de reminiscencias no sólo el pasado pierde sentido.

"Así como esta suerte de amnesia no nos permite saber de dónde venimos, de quiénes venimos, tampoco nos permite trazar con claridad nuestro camino individual y colectivo. Lo más probable es que en menos de cien años nadie recordará nuestros nombres, ni lo que hicimos o no hicimos. Y en esa falta de recuerdos, no tendrán sentidos las pequeñas tragedias cotidianas, los fracasos y los triunfos de la vida diaria. La mala memoria siempre viene acompañada de la soledad..." (Zúñiga, 2011:13).

José Eloy Zúñiga Chávez hijo de Wenceslao Zúñiga Olave y Dolores Chávez Arriagada; nieto de Pedro Antonio Zúñiga y Martina Olave Saldías; bisnieto de Tránsito Zúñiga. Debido a la fragilidad de la memoria sobre la línea materna, privilegio la línea paterna. Tal vez, por un sesgo patriarcal para este caso la memoria sobre las mujeres es aún más difusa que la de los varones.

En mi indagación sobre la memoria familiar descubro a Tránsito y Martina, redescubro a Dolores y Rosa. Se me aparecen viejos pueblos con olor a humo donde, como en el libro de García Márquez, la lluvia caía durante meses y años. Develo anécdotas y paisajes. Intento imaginarme a Tránsito allá por 1815 en alguna hacienda de la zona central perdida de los recuerdos. Y veo a Pedro en el Fundo Zemita, en las cercanías de Chillán, entre el trigo y la mañana de algún verano de 1850. Y no tienen rostros, no tengo evidencia sobre el color de sus ojos, su apariencia física o el lugar donde yacen sus restos. Todo es difuso. Veo a Wenceslao a lomo de caballo, de Cherquenco camino al Llaima, el día en que conoció a Dolores. Y ya se me dibujan sus rostros y características. Wenceslao, un calavera buen mozo, de ojos azules, como mi abuelo. Dolores, hermosa de intensos ojos verdes.

Veo a Eloy, entre bosques y lluvia, descubriendo las montañas en Villarrica, Coñaripe o Panguipulli a fines de los 20’, recorriendo senderos de polvo y barro, liderando una tribu de parientes, organizando faenas madereras en selvas de raulí, hualles, lengas y araucarias. Peleándose con los espíritus del bosque que por su culpa me han perseguido toda la vida.

Según consta en la partida de nacimiento, el 12 de diciembre de 1896, en algún sector rural en las cercanías de Victoria, nace el hijo mayor de Wenceslao Zúñiga y Dolores Chávez. Dadas las condiciones de la época los datos no son precisos. Era habitual que las inscripciones en el Registro Civil se realizaran con años de retraso, lo más probable es que haya nacido hacia 1890.

Sobre su infancia no tengo datos muy exactos. Entre las correrías infantiles, sus responsabilidades familiares y laborales, desarrolla una educación informal. Creció en las cercanías de Cherquenco con sus hermanos Elena, Enrique e Irene. Debió ser un niño y un adolescente sano, inquieto y de carácter fuerte. En el mundo rústico en el que se crio destacó rápidamente por su inteligencia, don de mando y habilidad en la mecánica.

Nacido en el seno de una familia de madereros, tal como ocurría con todos los niños de la época, colaboraba en las actividades económicas de la familia; en este caso, ayudando a su padre en el manejo de los aserraderos. Ese aprendizaje le permitió administrar faenas madereras cuando aún era un adolescente. Su habilidad para reparar maquinaria le granjeó el respeto de los trabajadores a su cargo.

Por cosas de la vida, como decían mis parientes más veteranas, don Wenceslao se fue con otra mujer. Eloy, con apena 16 años, en su condición de hijo mayor tuvo que hacerse cargo de su madre y hermanos menores. Como parte del patrimonio de su madre se quedó con un par de aserraderos, con los que va a dedicarse a "voltear", "maderear" y "aserrear" la floresta generosa de La Araucanía.

Y puedo repetir de memoria la diversidad de aquellos bosques que desde la infancia me describió Ramona Guiñez, testigo presencial de aquellos fantásticos recorridos por la selva araucana. Un paisaje pre histórico, con helechos gigantes, colihues y quilas, por el que corrían güiñas, zorros, chingues, pudúes y coipos. Incluso jabalíes, según cuenta la tradición, traídos desde la vieja Europa por colonos alemanes. Bosques llenos de música de choroyes, cachañas, chercanes, churrines, carpinteros, torcazas, bandurrias y peucos, a los que se sumaban pidenes, gorriones, golondrinas y picaflores.

Durante los siguientes 25 años, más o menos entre 1906 y 1930, Eloy y su clan van a recorrer La Frontera lluviosa antes de establecerse definitivamente en Villarrica. En la memoria familiar quedan referencias a faenas instaladas en Vilcún, Cherquenco, Perquenco, Selva Oscura, Temuco y algo más al sur, en Panguipulli. Esa actividad itinerante la hacía acompañado de un clan integrado por parientes y allegados. Cuando fallece Wenceslao incorpora a sus hermanastros y hermanastras, más adelante se integran los novios, pretendientes y maridos de sus hermanas y luego, sobrinos y primos.

Eloy con un par de parientes buscaba “montañas” para explotar, cruzando ríos y lagos, en viajes durísimos que duraban semanas. Revisaba, medía, calculaba la cantidad de madera que saldría de aquel bosque, los años necesarios para explotarlo, la condición de los caminos, etc. Una vez cerrado el trato con el dueño de la "montaña" dejaba a algunos varones de la familia a cargo del "volteo" y "madereo": talar con hacha, combo y corvina, preparando los trozos para el aserradero, mientras él organizaba el largo viaje para trasladar el aserradero. A principios de la primavera, cuando disminuían las lluvias, en carretas tiradas por bueyes y a lomo de caballo se acarreaban las provisiones y bártulos. Pesados locomóviles, aserraderos estacionarios, maquinaria, herramientas y repuestos. Si no había caminos los construían a golpe de picota y pala. Finalmente, luego de varias semanas, en algún claro a orillas de la “montaña” se instalaba el “banco aserradero”. Una vez situados llegaban las mujeres y los niños. Con ese clan bullicioso se establecían un par de temporadas, (la temporada de "aserreo" se extendía desde septiembre hasta abril).




El bosque herido se llenaba de ruidos extraños.

Durante los fríos y lluviosos inviernos dejaban a las mujeres y los niños en algún poblado cercano, mientras los hombres "volteaban" y “madereaban”. Y así, durante 25 años cada dos o tres temporadas moviéndose de bosque en bosque.

En la indagación sobre la migración de mi familia no pude encontrar testimonios acerca de la vida en los campamentos madereros. Sin embargo, en mi investigación sobre la explotación del bosque en la zona de Villarrica (Zúñiga, 2011) pude recoger testimonios sobre las características de esos lugares. Noramina Sandoval, que pasó parte importante de su vida entre bosques, me contó sus características para fines de la década del 30': una armazón en forma de A, hecha con tablas de "quinta mala" amarradas con alambre (según la clasificación de la madera que imperaba en la zona, se trataría de desechos y leña). En mi breve experiencia como maderero a fines de los ochenta pude observar aquellos rucos, al parecer en más de cincuenta años poco o nada habían cambiado.

El 2 de septiembre de 1924, en la localidad cordillerana de Perquenco, Eloy se casa con Rosa Astudillo, nacida en San Carlos, hija de don Manuel Astudillo y doña Isabel Zúñiga. Él tenía 28 y ella 30 años, para la época una edad muy tardía para casarse. Lo más probable es que haya sido sólo un atraso en la inscripción, la formalización en el Registro Civil de una relación que llevaba algunos años.

Entre 1925 y 1929 se radican en Temuco. Compra o arrienda en calle Zenteno donde -según un par de testimonios- fue vecino de las hermanas de Hernán Trizano. Por aquella época nacen los primeros hijos del matrimonio Zúñiga Astudillo: en 1926 nace Marta que muere a los pocos días; en 1928 José Wenceslao y en 1929 Ítalo Raúl.

Durante los inviernos de aquel período, don Eloy trabajó como mecánico para Bernardo Laetamandía. Con salidas esporádicas a buscar bosques o contratar faenas nuevas. Mientras, bajo su estricta supervisión, algún pariente se hacía cargo del "volteo" y "madereo".

En 1929 se traslada más al sur, instalando una faena en las cercanías de Panguipulli. Y de nuevo con todos los parientes a “maderear” y “aserrear”. Todo era selva, casi no había caminos. Nada era fácil, parte del trayecto se hizo cruzando el lago, vadeando ríos y abriendo “huellas” (senderos) a golpe de hacha. En esa faena deben haber estado unas dos temporadas.

En 1932 o 1933 se trasladan a Loncoche. Un período particularmente malo. Seguramente los efectos de la gran crisis económica de 1929 (que se guarda en la memoria familiar como “el año de la crisis”) se hacen sentir en el sur y disminuye la compra de madera.

Y nuevamente el clan se pone en movimiento. Todos juntos, Eloy y Rosa con sus hijos pequeños “Nene” y “Talo”; sus otros hijos, Juan, Carlos, Alicia, Humberto y probablemente Eduvigis; Leopoldo Guíñez y su hija Ramona; sus hermanos Elena, Enrique e Irene; y tal vez algunos de los Zúñiga Arriagada: Marta, Pedro, Carlos, Isabel, Rosa y Berta. Se incluían los amigos, parejas, pretendientes y novios, además de algunos trabajadores. Y ahora se mueven buscando trabajo en la construcción del ramal ferroviario Loncoche-Villarrica. Mientras se instalan y consiguen trabajo, sobreviven con los víveres sobrantes de la faena anterior. Cuando el alimento se hacía insuficiente los hombres salían a cazar.




 Después de algún tiempo de precariedad consiguen trabajo. Tengo evidencia de que al menos Eloy y Enrique, su hermano menor, trabajaron en la construcción del ramal Loncoche-Villarrica. Al parecer, don Eloy fue empleado como mecánico en alguna empresa contratista. Entre 1930 y 1934 la familia está conectada laboralmente con la construcción del ramal. En Loncoche nacen dos hijos del matrimonio Zúñiga Astudillo: en 1931 José Eloy y Sergio Fernando en 1933.

Al escuchar los relatos que me retratan un modo de vida comunitario, con fuertes rasgos señoriales, me llama la atención lo radical de los cambios en las costumbres como consecuencia de las modernizaciones neoliberales. Dadas las características de la cultura se podría haber pensado que el individualismo no afectaría el territorio que intento explicar. Sin embargo, al igual que en el resto del país, en un par de décadas nos olvidamos de aquellos modos de vida, de aquellos rituales colectivos que recogían tradiciones más que centenarias.

En 1934, seguramente al concluir sus actividades en la construcción del ramal, don Eloy decide radicarse en Villarrica junto con su familia extensa. Con la llegada del ferrocarril se instala un nuevo contingente migratorio, José Eloy Zúñiga y los suyos forman parte de esos inmigrantes. En Villarrica trabaja en la empresa maderera “El Tigre” de Bernardo Laetamandía, con el que había tenido negocios en Temuco. Además, supongo que la madera extraída en Panguipulli fue comercializada con Laetamandía.

En Villarrica nacen sus dos hijos menores: César Rigoberto, en 1935 y Rosa Betty en 1940.

Un par de años después don Eloy compra una propiedad, donde se instala definitivamente la familia. La calle Presidente Ríos corresponde a uno de los accesos del pueblo, el camino a Lican-Ray. Se trataba de una de las rutas madereras más importantes. El movimiento era constante, diariamente circulaban decenas de carretas tiradas por bueyes y cientos de personas que recorrían cantinas y burdeles, almacenes y molinos. Campesinos criollo-mestizos, mapuches y “gringos”. Madereros y agricultores.

En ese sector don Eloy instala un taller metal-mecánico la "Maestranza Pucara". Debe haber evaluado la factibilidad económica de un taller destinado a reparar y construir la maquinaria necesaria para las actividades agrícolas y forestales de la zona. El “taller viejo” funciona entre 1935 y 1954.

Durante un tiempo Eloy atiende sus obligaciones como capataz de Laetamandía, pero cuando la cantidad de trabajo que llega a su taller le impide desempeñarse con eficiencia en los dos lugares renuncia a su compromiso con Laetamandía para dedicarse a su maestranza. Ahí, con algunos tornos de segunda mano, implementos para soldar y una herrería bien apertrechada -algo fundamental durante los primeros años de la maestranza- repara herramientas y maquinarias. Fabrica aserraderos, repara locomóviles, inventa “canteadoras” más eficientes. Supervisa y ordena con la mano firme del que está acostumbrado a ser obedecido.

Debido a la cantidad de trabajo construye un galpón mucho más grande para la maestranza. El “taller nuevo” va a funcionar entre 1954 y el año 2008.




Don Eloy tuvo como negocio principal la maestranza, pero además desarrolló actividades agrícolas y forestales. Hacia la década del 40’ instala en las cercanías del pueblo dos o tres aserraderos que va a mover por toda la zona los siguientes 30 años. Compró propiedades urbanas en Villarrica y dos hijuelas en Voipir y Cudico. En la década del 40’ adquiere una trilladora estacionaria, con la que se dedicará a trillar en las cercanías del pueblo al menos hasta la década del 60’. A inicios de la década del 50’ compra una propiedad en calle Presidente Ríos, frente a su residencia, ahí instala una barraca para elaborar madera.

Don Eloy trabajó en sus negocios hasta su fallecimiento, el 29 de noviembre de 1974.

Del paso de mi abuelo por este mundo quedan sólo los recuerdos y fotos añosas. Ya no existe la maestranza, los aserraderos, ni la barraca; la parcela, la hijuela y las propiedades urbanas cambiaron de dueño. Y sus descendientes cambiaron de oficio. Las "montañas" de su juventud desaparecieron bajo el rigor de la motosierra. De aquel mundo verde nos queda apenas una postal nostálgica.

Hace algunos años mi hermano me aseguraba haber visto el fantasma del abuelo paseando por la vieja maestranza. Treinta años después de su muerte aún lo veían caminar entre los oxidados aserraderos y vetustos locomóviles arrumbados en lo que fuera el jardín de mi abuela. La misma estampa de aquel viejo que tengo en la memoria: traje oscuro y sombrero, un humeante cigarrillo a medio consumir en la boca, la espalda levemente encorvada y las manos cruzadas atrás.

(*) Este relato corresponde a un extracto del libro  "Crónicas en Verde" © (Inédito).
Las ilustraciones son de Rodrigo Díaz.




[1]           Acerca de Eloy tomo algunas ideas publicadas en "La Frontera de la Memoria. Relatos de Vida".

martes, 8 de diciembre de 2015

Agua y espuma (*)





Carlos Zúñiga Jara



En  una época en que el agua potable era un lujo reducido a algunas ciudades, para lavar había que hacerlo cerca de alguna fuente de agua como ríos, esteros, pozos o ingeniárselas para acarrear grandes cantidades hacia las casas. Entre los procedimientos más recurrentes que he encontrado en mis registros está la utilización de una paleta y una “tabla de lavar”.

Tengo la imagen difusa de Claudina lavando la ropa de la familia en un recodo del Bío-Bío. Es el recuerdo de Natalia sobre su abuela; me lo cuenta sin estar segura si corresponde a una reminiscencia infantil o al relato que le hacía Aída, su madre, sobre los menesteres que cumplía la abuela. En la medida que doña Natalia describe a Claudina: cabellos negros, menuda, de ojos marrón y piel clara, los recuerdos y el relato se van haciendo más fluidos. En la imagen que me traen esas palabras se me van dibujando el rumor de las agua limpias, los aromas de la mañana y el canto de los pájaros. Es la descripción que alguna vez le hizo Aída de la abuela Claudina, lavando ropa en las cercanías de Diuquín, un día de verano hacia 1900.

En un gran tambor instalado sobre piedras acomodadas a modo de parrilla improvisada, casi de madrugada, enciende un fuego alimentado con trozos de  pitra que ella misma ha picado con su hacha gastada por el uso. Claudina hierve agua, plena de burbujas y espuma para blanquear sábanas y manteles, mientras en un remanso del río, sobre una gran roca, paletea la ropa. Con un rústico jabón -¿sería jabón “Gringo”-? y con trozos de quillay produce abundante espuma. La paleta manejada con la destreza adquirida en años y años de lavado se descarga enérgica sobre la ropa acumulada durante algo más de una semana.

Claudina canta una vieja canción aprendida de su madre y se olvida del sol y la fatiga mientras va desmugrando, golpeando y enjuagando las prendas que ella misma ha tejido, cosido y remendado. A media mañana el sol de enero cae implacable sobre su espalda. Apenas agua con harina tostada endulzada con miel para reponer fuerzas. Impregna la ropa con jabón y quillay, paletea y enjuaga. Revisa los manteles que hierven mansamente, recuperando su color original y vuelve al río a enjuagar. A mediodía llegan sus hijas con el almuerzo: pancutras en caldo de patas de gallina, preparado por alguna de las mayores, probablemente Aída. Comen juntas. Las niñas informan a la madre sobre el fogón, la huerta, las gallinas y las últimas maldades de los dos hijos menores.

Luego, de vuelta a las canciones, mientras sus dos hijas se retiran con instrucciones para la tarde. Un penúltimo recorrido al tambor para retirar con una gran paleta la ropa hirviendo y arrojarla al río para desmugrar.

Enjuaga y cuelga frente al Bío-Bío, el viento de las últimas horas de la tarde seca las prendas y las perfuma con los olores del verano. Un poco antes del crepúsculo llegan todos los hijos con grandes canastos de mimbre a recoger la ropa limpia. Llegarán a casa justo para preparar la cena, tal vez un caldo de harina tostada, que tanto le gusta a su marido, acompañado con sopaipillas que hará con la masa que Aída dejó leudando.

Natalia me ofrece el último café de la charla y se queda en un silencio largo, perdida en las evocaciones de madre y abuela. Afuera la lluvia sigue cayendo mojando las calles de Panguipulli, bastante más al sur de su Diuquín natal.

En un contrapunto de lavados, recojo un testimonio que se remonta a inicios de la década del 30’ en el fundo “Santa Clara”, en las cercanías de Collipulli. Doña Uberlinda, generosa de recuerdos y palabras, me relata uno de esos, los largos días de lavado:

̶  Lavábamos una vez a la semana, invierno y verano. La ropa pequeña se lavaba en la casa casi todos los días, en una artesa grande se acarreaba agua del pozo. Otras veces se iba a la orilla del pozo a lavar, llevaban las cosas para allá y lavaban a escobilla no más.

Para lavar ropa grande y pequeña, si el tiempo lo permitía, acudían una vez a la semana al “Mañío”, un gran estero ubicado a un par de kilómetros de su casa. En una carreta tirada por bueyes, su padre trasladaba a toda la familia junto a la ropa y los utensilios para lavar: escobillas, jabones, artesas, un gran tambor cortado a la mitad para hervir kilos de sábanas y manteles; además,  la ropa del papá, la mamá y sus ocho hermanos. Para los más pequeños y los varones de la familia, ese era un día de esparcimiento; para las mujeres, un día de trabajo intenso.

̶   Íbamos todos para allá, toda la familia; yo me acuerdo que era bonita esa parte, había como un prado y había arbolitos bonitos. Evoca Uberlinda.

A orillas del “Mañío” separaban la ropa: manteles, sábanas, ropa blanca, ropa de color y ropa “delicada”. Y en ese orden iban remojando y lavando. En un gran tambor se hervía agua para blanquear, primero las sábanas y más tarde los manteles. En una artesa remojaban en abundante agua y jabón las prendas de vestir, que a continuación en una batea de madera lavaban. Sobre una “tabla de lavar” se enjabonaba y restregaba con una escobilla, hasta hacer desparecer la mugre acumulada en las prendas. Después se enjuagaba directamente en el estero.

Camisas y manteles se almidonaban, con una preparación casera a base de trigo. Todas las prendas blancas se “azulaban”, es decir, después de enjuagarlas se pasaban por agua fría, en la que previamente se disolvía “azul”, un polvo para blanquear la ropa.

Así, mientras los niños correteaban buscando frutos silvestres de la temporada y los varones adultos jugaban cartas y conversaban, las mujeres se afanaban en el lavado.

A mediodía un alto para almorzar. Mientras las hijas mayores continuaban con el lavado, la madre preparaba el almuerzo en un improvisado fogón, como era un día de asueto siempre se cocinaba algo del gusto de los varones: una cazuela de ave; o legumbres con yuyos; o un costillar de cordero asado en las brasas con abundante ensalada de la huerta. Aprovechando la ceniza, unas tortilla de rescoldo o, tal vez, unas sopaipillas. Y, como siempre, un mate para amenizar la conversación. Por la tarde continuaban con los menesteres de la ropa hasta el final del día.

Doña Uberlinada hace un alto en el relato para vigilar el fuego de su cocina a leña, acomodar las teteras y ofrecerme un enésimo mate.

̶   La ropa se  secaba ahí en el estero, había cordeles y se tendía.

Continúa con su historia mientras pela papas y zanahorias para adelantar el almuerzo.

Casi anocheciendo cargaban la carreta con la ropa limpia y los implementos usados para lavar y cocinar. De regreso a casa a ordenar y planchar.

-   Para planchar, teníamos unas planchas de fierro que se ponían al calor del fogón. Mi papá tenía un fierro y ese lo ponía a la orilla del fogón y se le ponían brazas debajo. Había como cuatro planchas de fierro. Se ponían ahí, se calentaban, se planchaba con una y cuando ya se enfriaba esa, estaba la otra caliente.

Como una alternativa para conseguir dinero, la práctica de lavar ropa ajena estaba muy extendida. Aquellas mujeres con más recursos económicos contrataban otras mujeres para hacerse cargo de diversos menesteres domésticos, en este caso el lavado. El procedimiento es el mismo que hemos descrito. En algunos casos, el trato incluía lavar y planchar y en otros, sólo el lavado y almidonado de ropa.


La liberación de las mujeres siempre ha sido a costa de otras mujeres.


(*) Este relato corresponde a un extracto del libro "Geografías femeninas. Mujeres y espacio doméstico en La Araucanía" ©
(En prensa).

El viaje a Colico (*)




Carlos Zúñiga Jara


El invierno del 2011, entre la lluvia y el frío de Temuco, sostuve largas conversaciones con doña Uberlinda, una nonagenaria lúcida y ágil nacida en las cercanías de Collipulli. Me habló de su infancia campesina y también de su juventud, acompañando al tarambana que le tocó por marido y de su madurez trabajando en Santiago.

Noé, su padre, desde que huyó de casa siendo casi un niño, se había desempeñado como inquilino a cargo de actividades forestales en distintos fundos de La Araucanía. A golpes de hacha recorrió los bosques fragantes de la cordillera y pre cordillera araucana. Mi entrevistada recuerda los fundos “Jauja”, “Santa Clara” y “Niblinto” en las cercanías de Collipulli. El fundo “Colico”, en las cercanías de Cunco; “María Luisa”, en las proximidades de Villarrica y el fundo “Buenos Aires”, al norte de Pucón.

Uberlinda cierra los ojos y se remonta al inicio de su memoria, evoca nombres, lugares y paisajes, olores, colores y sabores de aquel mundo de inicios del siglo XX. Intenta ordenar sus recuerdos y en su relato empiezan a fluir reminiscencias nostálgicas. El fundo “Santa Clara”, el lugar donde nació en 1919, una hacienda de aptitud agrícola y forestal cerca del río Niblinto. Me comenta:

“Era de unos tales Frei, igual que el presidente. Tengo bonitos recuerdos del fundo “Santa Clara”, como éramos cabros chicos. No había colegio, nunca hubo colegios en los fundos…”.
Enseguida describe la casa donde pasó los primeros años de su niñez: Una construcción de madera con piso de tabla bruta, un jardín donde su madre plantaba flores y hierbas medicinales y al final del patio, a unos cien metros de la casa, a la sombra de un añoso chilco, un pozo de agua. Me asegura que todavía tiene imágenes de su padre arando y sembrando trigo en el potrero frente a la casa. Parte de las “regalías” del fundo.
De “Santa Clara” a “Niblinto”.

“Estaríamos unos dos años en el fundo “Niblinto”. Era de los tales “Castellones”. El patrón Luis Castellón. Cuando el viejo murió quedaron los dos jóvenes…”.

En 1924 emigra con toda su familia desde “Niblinto”, al interior de Collipulli, hacia el fundo “Colico” en las proximidades del lago del mismo nombre. Un viaje alucinante para una niña de cinco años. Recorriendo el corazón de La Frontera, cruzando bosques interminables y ríos tan azules como los ojos de su abuelo. Villorrios dispersos, que aparecían como fantasmas en los claros del bosque araucano entre la bruma, el humo de los fogones y la lluvia,  con sus casas de madera amontonadas en torno a una barrosa calle. Almacenes administrados por “turcos” que en un enredado español regateaban precios con su padre, con escaparates estridentes, abarrotados de mercaderías inverosímiles, plenas de colores y olores nuevos. Barrancos bordados de nalcas y helechos donde descubrió al duende del eco. Ruidosas estaciones ferroviarias atiborradas de pasajeros: campesinos, comerciantes, peones o hacendados, con el estrépito de las locomotoras humeantes dando bufidos de vapor, ingresando a la estación, confundido con las risas, los saludos y las despedidas. Y la lluvia, siempre la lluvia.

En un esfuerzo de memoria Uberlinda se remonta noventa años atrás, buscando las razones de aquel viaje de “Niblinto a “Colico”. A lomo de caballo, en carreta con ruedas de madera y en vagones de tercera abarrotados de campesinos fronterizos. Su primer viaje en tren.

Por aquella época la mano de obra era escasa, mal tratada y mal pagada. Había que convencer a los peones de las bondades de tal o cual faena, la bonhomía del patrón o los “beneficios” que daba el fundo: chacra y pulpería.

Aquel año, a fines del otoño, llegó un “enganche” buscando peones para un fundo en las cercanías de Cunco. Un hombrón simpático que intentaba persuadirlos de las ventajas de emigrar hacia el fundo “Colico”; un vendedor de ilusiones, un traficante de esperanzas que ofrecía “el oro y el moro” a los que se atrevieran a probar suerte en la cordillera lluviosa, algo más a sur.

Alguna de las condiciones le pareció atractiva a la familia y decidieron emigrar a aquella hacienda de la que tenían ciertas referencias. Buena “pega” le habían comentados los amigos y compadres avecindados en “Los Laureles”.

El padre y los hermanos mayores organizaron los pertrechos en tres carretas madereras que tuvieron que adaptar  para el viaje. Cargaron los enseres y al paso lento de los bueyes iniciaron el viaje. Rosalba del Carmen, su madre, junto a sus hijos Víctor, Juan, Luisa, Rosa y Segundo Lillo, un joven que se había criado con la familia, además del abuelo Pedro, con la salud muy deteriorada. Ellos en las carretas, mientras don Noé y Armando lo hicieron a caballo, arreando el escuálido ganado que habían reunido en años y años de trabajo en distintos fundos: cuatro vacas y dos yuntas de bueyes. Noé, un hombrón enjuto, endurecido por el trabajo, por aquella época tendría unos treinta años; en tanto Armando, el hijo elegido como compañero para aquella aventura, era un baqueano que apenas se empinaba por los diez años.

¿Cuánto duraría aquella travesía? Uberlinda tiene recuerdos vagos. Su padre y su hermano demorarían unos ocho días en llegar a la nueva hacienda; el resto de la familia, tal vez unos cinco días.





La caravana salió al amanecer del fundo “Niblinto” rumbo a Collipulli. Ahí enfilaron hacia el sur hasta Pailahueque. La “huella” que siguieron se suspendía a orillas del río Malleco. En aquellos años los puentes eran escasos y los ríos se vadeaban o se cruzaban “volando”. No tengo claridad sobre el lugar exacto donde cruzaron, Uberlinda sólo recuerda: “pasamos por “cable” en el río Malleco…”. Una criolla combinación entre teleférico y “canopy”, más cercana a este último artilugio. Ahí la mayoría de los viajeros abandonaron las carretas y atravesaron el río. Primero el abuelo enfermo en una camilla improvisada,

“Pasó mi abuelito con mi hermana Rosa y Segundo Lillo, que venía a cargo de nosotros. Pasaban unos pocos y después, a la otra “lanchá”, pasábamos los demás. Mi mamá nos hizo acostarnos, poco menos que nos  amarró ahí…”.
Mi informante recuerda que su madre, pese a ser mujer de campo, era miedosa y no se atrevió a cruzar en “cable”.

Alterando los planes, la mujer acompañó a Noé y Armando junto con las carretas y el ganado hasta un peligroso vado, seguramente el paso más cercano para cruzar el Malleco. Sin embargo, el espectáculo de las turbulentas aguas la hizo dudar de nuevo y Rosalba se negó a vadear el río. Eso colmó la paciencia del padre, quien medio en serio medio en broma, tuvo que persuadirla esgrimiendo la fusta para que no retrasara más el viaje. 

Después de reunirse con el resto de los viajeros avanzaron hacia el sur. En el fundo “Veintidós”, en las cercanías de Ercilla, pernoctaron la primera noche.

Al día siguiente la lenta caravana se dirigió hacia la estación de ferrocarriles de Pailahueque. Ahí se apartaron. Noé y Armando siguieron viaje hacia el lago Colico con su pequeño hato de ganado y las tres carretas. El resto de los viajeros, a cargo de Segundo Lillo, se embarcaron hacia el sur en un vagón de tercera, compartiendo charla e incomodidades con otras familias del fundo “Niblinto”, que también emigraban hacia el fundo “Colico”.

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Rememorando aquella aventura vivida noventa años atrás, Uberlinda me comenta:

“Ese fue mi primer viaje en tren, con los asientos rústicos. Tanta gente, no había por dónde pasar. El tren venía lleno…”.

Durante toda su infancia creyó que aquel periplo ferroviario había durado varios días.

De Pailahueque hasta “Los Laureles”, pasando por Victoria, Lautaro, Temuco hasta llegar a Freire. De ahí haciendo combinación en el ramal hacia Cunco, recientemente inaugurado. En larguísimas horas de viaje, recorriendo una infinidad de pequeñas y coloridas estaciones donde el tren se detenía a recoger y dejar pasajeros. Uberlinda recuerda alguno de esos nombres sonoros que le quedaron rondando en la memoria igual que las canciones que aprendió de niña: Perquenco, Quillén, Pillanlelbún, Cajón, Metrenco, Quepe, Allipén, Radal. En cada parada los vagones se llenaban con la algarabía de los vendedores que a gritos promovían las bondades de sus olorosas mercancías: tortillas, pollos y “sánguches”, que los hambrientos viajeros compraban y degustaban aderezados con abundante ají.

Casi anocheciendo llegaron a “Los Laureles”. En la pre cordillera el frío y la lluvia les dieron la bienvenida. Rosalba del Carmen y un grupo de mujeres que iban en el “enganche” solicitaron permiso al Jefe de Estación para refugiarse en un rincón de la bodega que la empresa de Ferrocarriles del Estado mantenía -como en todas las estaciones- para acopiar productos agrícolas y vituallas diversas. Apenas instalados hicieron fuego. Cada familia se refugió junto a una fogata. Era noche cerrada cuando el aroma y el sabor de las tortillas calientes aliviaron el ánimo de los viajeros.

Amaneció lloviendo en “Los Laureles”. El abuelo Pedro pasó mala noche y despertó más decaído. Preocupada, Rosalba salió temprano para ubicar a unos compadres avecindados en el pueblo,  a quienes conocía desde la época en que vivían en el fundo “Santa Clara”. Después del mediodía llegó la madre cargada de provisiones: azúcar y yerba para el mate, harina y manteca para el pan, tortillas y pancutras. La acompañaba Manuel Urrutia y su señora. Los amigos, con su generosidad campesina, reconfortaron a los cansados migrantes con dos gallinas cocidas, un par de kilos de harina tostada, pan y tortillas. Ajenos a las preocupaciones de los adultos, después de almuerzo, los niños salieron a corretear en las inmediaciones de la estación. “Parece que estuvimos dos noches durmiendo ahí…”, recuerda Uberlinda.

Al día siguiente del arribo, un representante de cada familia “enganchada” se dirigió al fundo “Colico” a buscar carretas. A su regreso, cada grupo acomodó como pudo su transporte, improvisando toldos para guarecerse de la lluvia durante el viaje. Al tercer día de su llegada a “Los Laureles” una caravana de unas diez carretas inició el largo y duro trayecto hacia el “Colico”.  “Y la lluvia no mermando… con los bueyes enterrados hasta las corvas”, dirían los Quelentaro. Al anochecer se refugiaron en las casas del fundo “Las Rosas”.

Uberlinda evoca el frío y la lluvia. La familia se acomodó en el fogón de uno de los inquilinos de aquel fundo. Entrada la noche los niños hicieron fuego, mientras Rosalba del Carmen Fuentealba se afanaba en preparar algo para la cena: “No hay como las sopaipillas calientes una noche de lluvia”, sentencia mi informante. Mi anciana  interlocutora sonríe con los “ojitos llenitos de ayer” mientras recuerda aquella fogata del otoño del 24’,  el sabor reconfortante del mate caliente y las sopaipillas recién hechas.

Y se le viene un recuerdo amarrado a otro. Aquella noche, una mujer, que después sería amiga de su madre, se arrimó al fogón para pedir cenizas, “pa’ hacer unas “churrasquitas” porque ya se me acabó el pan. ¿Y lleva harina? preguntó mi mamá. Sí, si tengo harina, poquita”. Rosalba, cariñosa y práctica, conocedora de la importancia de las alianzas entre mujeres, con una sonrisa la invitó a compartir su harina: “venga y moje masa ¿para qué va a hacer pan? aproveche que la manteca está caliente y haga sopaipillas…”.

Al finalizar el segundo día de marcha arribaron al fundo, “llegamos al “Colico lloviendo…”. Se acomodaron junto con todos los “enganchados” en alguna de las viejas bodegas en espera de las disposiciones de los patrones. “Había harta gente conocida. Nos iban a ver cuando supieron que mi mamá llevaba a su papá enfermo…”. Cada amigo, compadre o comadre que los visitaba llegaba con algún presente: harina, tortillas o azúcar. Un enamorado de la hermana mayor llegó con un valioso regalo en aquel frío y lluvioso otoño: dos sacos de carbón para el brasero.

Un par de días más tarde llegaron Noé y Armando. El niño, con la piel llena de verde y de bosque contó sus aventuras, mientras los hermanos escuchaban con algo de envidia. Sin tiempo para descansar, el padre, junto con Víctor y Segundo se dieron a la tarea de construir una choza. Un “burro”, la característica vivienda rústica de las faenas forestales: tablas paradas en forma de A, afirmadas con varas y estacas. Mientras el resto de los varones se afanaba en la construcción del “ruco”, don Noé se dirigió a hablar con Díaz, el administrador. Malas noticias, sin consideraciones por el largo viaje se le informó que el “enganche” ya estaba completo y  no necesitaban más gente.

Como se venía el invierno Noé recorrió los alrededores de Cunco buscando trabajo. Todos los fundos que visitó estaban con su plantel completo. Recién en la primavera podría encontrar alguna “pega”.

Si el otoño era lluvioso y frío, aseguraban los lugareños, el invierno con sus nevazones sería aún más duro. La familia se reunió con amigos y conocidos y “fueron hablar todos con el patrón. Que no se podía engañar a esta gente que venía con mujeres niños y enfermos…”, recuerda Uberlinda. La solicitud respaldada por alguno de sus hombres de confianza le pareció justa al administrador. El problema era que no tenían casa para otra familia de inquilinos.

“Había una casa que se estaba haciendo para un empleado. Entonces, me acuerdo que los Sanhueza, que eran bien “metíos”, fueron y dijeron que no, esa casa tenía que dársela a mí papá porque él llevaba enfermo. Y se la dieron pu’, le dieron la casa…”.

El domingo siguiente Noé y su gente, además de sus amigos y conocidos, terminaron de construir la casa. Armando, Víctor, Segundo, además de los San Martín, los Sanhueza y los Olivares  en una minga de emergencia construyeron el fogón y levantaron los cercos. Los siguientes quince años vivieron en esa casa.

Aquel invierno de 1924 murió el abuelo Pedro Fuentealba.




(*) Este relato corresponde a un extracto de libro "Geografías femeninas. Mujeres y espacio doméstico en La Araucanía" ©
(En prensa). 

Las ilustraciones son de Isis Zúñiga Campos.