jueves, 28 de julio de 2016

La historia de Javiera. Memorias de inmigrantes alemanas (*)





Carlos Zúñiga Jara


Desde mediados del s. XIX existen prósperas comunidades germanas asentadas entre Valdivia y Puerto Montt. Chile, resultaba atractivo para la migración alemana. De acuerdo con la ley de 1874 el gobierno de chileno ofrecía a los colonos…

…hijuelas de hasta 150 hectáreas planas y el doble en terreno de montaña por familia. El gobierno ofrece al colono habitación gratuita en el puerto chileno de desembarque, para él y su familia, traslado, hasta que el funcionario de terreno ponga a cada uno en la hijuela de su ubicación, una ayuda diaria en dinero de 30 centavos por el padre de familia y 12 centavos por cada hijo mayor de 10 años. Una pensión de $ 15 mensuales para el colono y su familia, por un año, desde que se ubica en la hijuela, asistencia gratuita de médico y medicinas, una yunta de bueyes, 300 tablas, 46 kilos de clavos y una colección de semillas que no exceda de $ 5…” (Ferrando, 2012:613).

El año 1883 llegaron colonos alemanes que se instalaron en las cercanías del lago Lanalhue, en plena Cordillera de Nahuelbuta. En “Contulmo Patrimonial. Expediente técnico para declaración de zona típica Consejo de Monumentos Nacionales de Chile”, documento del Consejo de Monumentos Nacionales, Universidad del Bío-Bío y Municipalidad de Contulmo, citando a Alejandro Pizarro, se consignan los beneficios entregados por el Estado a los colonos alemanes que se establecieron en Contulmo:

“A cada familia se le entregaron 40 hás. Y 20 más por cada hijo mayor  de 10 años, una yunta de bueyes, una vaca, una carreta, cien tablas para la construcción de una casa, 23 k. de clavos y una subvención mensual de $15 durante un año. El dominio de la tierra entregada fue cedido a perpetuidad con la sola obligación de permanecer trabajándola durante el tiempo mínimo de cinco años. El valor de los bueyes, útiles y semillas sería devuelto durante el plazo de 10 años juntamente con el dinero recibido como socorro…”  (2010:16-17).

La historia de Javiera presenta uno de esos casos de inmigración alemana en La Araucanía. Javiera Fernanda Pérez Ellwanger, hija de Eduvina Ellwanger Grollmus, nieta de Waldtraud Grollmus Reinicke, bisnieta de Marta Adelaida Reinicke Lichttembergh, tataranieta de Marta Lichttembergh Rickembherg.

Nuestra entrevistada evoca las historias de las mujeres de su familia hasta donde alcanzan su frágil retentiva. Interroga a su madre y a su abuela para reconstruir apenas un bosquejo de su genealogía. Muchas vidas para tan poca memoria. Una memoria dispersa que recoge los sabores y aromas para construir los recuerdos.

Javiera prepara el strudel, más bien el apfelstrudel -en español algo así como “remolino de manzana”- tal como se lo enseñó su madre. 

Enumera los ingredientes aprendidos de memoria: una taza y media de harina cernida, una cucharadita de polvos de hornear, un huevo, una y media cucharada de aceite, un cuarto de taza de agua tibia y una pizca de sal. Para el relleno, dos manzanas grandes, peladas y rebanadas muy finas, una taza de dulce de membrillo molido, dos tazas de nueces picadas, media taza de pasas, dos cucharadas de aceite, una pizca de canela en polvo, una pizca de ralladura de limón y azúcar flor cernida para espolvorear. 

Entre sus recuerdos más antiguos está el aroma dulzón de la repostería germana que impregnaba la gran cocina de su mom. Mientras la lluvia eterna mojaba los adoquines de Temuco en algún invierno a inicios del siglo XXI, las Ellwanger se afanaban en los secretos alquímicos de strudel, galletas, kuchenes y tortas. La oma le repetía ingredientes y procedimientos, mientras sus ojos celestes supervisaban el aprendizaje de la nieta ¿Recuerdas que el pelo blanco de Waltraud siempre olía a canela?

Marta Adelaida Lichttembergh Rickembergh nació en 1883 en Baviera, en las cercanías de Múnich. El año 1895, a la edad de 12 años, arribó a Chile junto a su familia en una embarcación cuyo nombre no registra la memoria familiar. Probablemente se trataba de campesinos que huían de alguna de las crisis económicas que asolaron a Alemania a fines del s. XIX. 

Al parecer la familia de Marta tenía amigos y parientes ya avecindados en Contulmo, lo que facilitó la decisión de emigrar. 

Sería en verano cuando los Lichttembergh Rickembergh, después de un par de meses de viaje, arribaron a la Cordillera de Nahuelbuta. Una travesía alucinante cruzando la mitad del mundo. En barco desde Hamburgo hasta Talcahuano, pasando por el Estrecho de Magallanes. Desde Talcahuano hasta Angol en ferrocarril. Desde Angol hasta Contulmo en carreta. Cargando bártulos y recuerdos, asombrándose con los matices del mar, de la selva y de la gente. Descubriendo con asombro que, además de niños rubios como ella, había niños de cabellos negros y piel morena.

Los ojos celestes de la pequeña Marta se llenaron con los colores desconocidos del bosque araucano, helechos y copihues. Árboles con nombres imposibles y una toponimia musical pero irreproducible para su lengua germana.

A orillas del Nahuelbuta creció la tatarabuela de Javiera. 

En 1908 Marta se casó con Enrique Reinicke Brunner, nacido en Chile, hijo de inmigrantes instalados en las cercanías del lago Lanalhue. 

Establecen un hogar campesino en las proximidades de Contulmo. En una hermosa casa construida con madera de los bosques cercanos, con esos detalles primorosos que aún hoy podemos observar en el pueblo. Cuidan hijos: Edith, Hilde, Marta Adelaida y Reinaldo; cultivan flores, labran la tierra, crían ganado y elaboran madera.

Javiera comenta:

“…vivían del autoabastecimiento y el trabajo en el campo, tenían un aserradero y cultivaban hortalizas, en ocasiones las vendían…”. 

La primera Marta recogió en un cuaderno las viejas recetas germanas traídas por su madre. 

“Mi tatarabuela en su lengua nativa, el alemán, plasmó sus recetas en un cuaderno, el que fue heredado por mi bisabuela Marta Adelaida Reinicke Lichttembergh. En él se encontraban principalmente recetas de repostería…”.

Marta Adelaida Reinicke Lichttembergh, la bisabuela de Javiera, nace en 1919. Los datos sobre su infancia son difusos. Se crio en el campo paterno, entre los bosques de la Cordillera de Nahuelbuta y llanuras interminables de trigo. Ella conoció la tierra que buscaba Pablo Neruda (1969) en su “Oda a la erosión en la provincia de Malleco”: “Volví a mi tierra verde/ y ya no estaba,/ ya no estaba la tierra,/ se había ido./ Con el agua hacia el mar/ se había marchado./ Espesa madre mía, / trémulos,/ vastos bosques,/ provincias montañosas…”.

Conoció los bosques que añoraba el poeta: “…maitenes,/ avellanos,/ tempestuosos raulíes,/ cipreses plateados,/ laureles que en el cielo desataron su aroma…”.

A los 16 años se casa con Kurth Alberto Grollmus Yuffer. Como los colonos privilegiaban los matrimonios entre connacionales, Marta y Kurth fueron considerados novios desde la infancia, tal como ocurría con casi todas las parejas de inmigrantes en aquella época.

La pareja se trasladó a la localidad de Quillén, una zona rural en las cercanías de Perquenco. Ahí se instalan en un predio heredado por Kurth.

En ese rincón de La Araucanía vivieron y murieron. Criaron tres hijos: Waltraud, Isolde y Rolando; más tarde ayudaron con la crianza de los nietos. Mientras cultivaban la tierra observaban desde la distancia cómo se desangraba la vieja Europa.

Tal como la mayoría de sus parientes, igual como lo hicieron sus padres y como lo harían sus hijos y nietos, los Grollmus Reinicke se establecieron como campesinos dedicados a la agricultura y ganadería, sembrando trigo, cebada y avena. En su lechería fabricaban quesos y mantequilla que comercializaban en los pueblos cercanos. En chiqueros bien provistos criaban y sacrificaban cerdos monumentales para proveerse de jamones y embutidos destinados al autoconsumo y comercialización. Marta junto a sus hijas preparaba sustanciosas recetas de invierno traídas de la madre patria: perniles con repollo morado, cerdo agridulce, ofenschlupferm, kaiserschmarrn, tafelspitz o grünkohl; que nietas y bisnietas aún conservan y preparan en las ocasiones especiales. 

De corrales generosos de gallinas, patos, gansos y pavos, obtenían huevos y carnes. Con esas aves, Marta Adelaida preparaba nutritivas cazuelas criollas aprendidas en conversaciones sostenidas en mercados y almacenes con las mujeres del pueblo; o patos rellenos con puré de manzana, sacados del viejo recetario germano.

En la horticultura combinaban procedimientos traídos desde Alemania con préstamos tomados de campesinos mapuches y campesinos criollo-mestizos. Una quinta bien provista de frutales les permitía la elaboración de mermeladas y conservas para endulzar los largos inviernos.

Javiera recuerda,

“Me contaba mi abuela que el huerto de mi bisabuela Marta Adelaida era un verdadero paraíso. Cultivaba frutas y verduras de todos los tamaños y colores en un orden y categoría especifico, todo tenía su lugar, dividido por sectores crecían las lechugas, separadas de los tomates y los porotos verdes, las papas, zanahorias, chalotas, cebollines, pimientos y acelgas. Más allá, y alejada de las verduras, estaba la quinta de las frutas que proveían a la familia de manzanas, limones, duraznos, damascos, etc. Un poco más allá crecían las frutillas y las frambuesas, siempre bien cuidadas…”.

Todos los alimentos eran producidos en el campo. Siguiendo las viejas estrategias campesinas, una vez asegurado el consumo del año se vendían los excedentes en los mercados locales.

Javiera cuenta que durante una época los bisabuelos fueron grandes productores de miel, 

“… con más de 40 panales ubicados en los mismo predios donde vivían, esta miel servía para abastecerse durante largas temporadas y vender a los lugareños del sector…”. 

El relato de Javiera me recuerda la poesía lárica de Jorge Teillier, que nos remite a una época mítica en la que el mundo se ordenaba por el calendario estacional, cuando aún las modernizaciones neoliberales no arrasaban con las economías campesinas. En uno de los poemas de “Crónicas del Forastero” (1968), el vate escribía:

“La tierra daba el triple de lo que le pedían. Las máquinas no alcanzaban a trillar
el trigo de las sementeras. Rebaños innumerables asomaban sus ojos entre los
altos pastizales, las vegas y las llanuras. Sobraba la comida…” (Teillier, 1968).

Un mundo mítico, esencial, limpio, con sabores más intensos. Cuando el viento olía a flores y a corteza de hualle. Ese mundo (que probablemente sólo existe en la memoria de mis informantes), corresponde a un tiempo que va desde fines del XIX a inicios de los 70’ del siglo XX. La época de esplendor del campesinado en La Araucanía.

Y otra vez vuelvo al libro del poeta…
“Frente al molino
descargan los sacos de una carreta triguera
con los gestos de hace cien años.
Los gestos son los mismos,
aunque la tierra se llene de cohetes
que llevan hacia otros mundos…” (Teillier, 1968).

En ese mundo esencial, ordenado por la siembra y la cosecha, el año 1938 en la ciudad de Temuco nace Waldtraud Grollmus Reinicke, la abuela de mi informante. 

Desde la historia de su abuela la memoria se vuelve un poco más precisa en Javiera, con datos obtenidos en las conversaciones cotidianas entre menesteres culinarios.

Waltraud vivió hasta los siete años en Gorbea. Mientras sus padres continúan viviendo en el campo, ella, por razones escolares, se traslada a Temuco…

“… se viene sola a vivir a una pensión de origen alemán llamada “Radtke”, ya que estudiaba en esta ciudad, en el ‘Colegio Alemán’. A los catorce años ingresa al liceo ‘Gabriela Mistral’ de Temuco…”.

Acerca de su abuelo comenta que…

… estudió en Cunco en un colegio de curas. Posteriormente ingresó al Liceo industrial de Temuco. Al salir del Liceo trabaja en los predios de la familia Becker, con la familia Boch… Ahí se especializa en el trabajo de campo, maquinarias, siembras…”.

Sus abuelos se casan un 28 de marzo de 1958, Arturo de 28 y Waltraud de apenas 18 años. 

Por aquella época, Arturo Ellwanger trabajaba en uno de los tantos aserraderos dedicados a la explotación del bosque nativo que aún abundaba en las cercanías de Panguipulli. Waldtraud se traslada para acompañarlo en aquella faena. Viven entre lagos, volcanes y bosques hasta mediados de los 60’. “Verde que te quiero verde”. Ahí nacen sus tres primeros hijos: Gustavo, Eduvina y Katherine. 

El año 1965 Waltraud y Arturo se trasladan a Caivico, en las cercanías de Cunco. Atrás quedan los aserraderos y bosques. Instalados en un predio de algo más de 100 hectáreas, vuelven al trigo y la avena. Campesinos como sus padres y abuelos. Ahí nacen Gerardo y Claudio.

Es una época complicada, la bonanza dura poco. Un par de años después la familia pierde las tierras. No nos quedan claras las causas, tal vez la presión de la reforma agraria o malos negocios. Javiera habla de una estafa sufrida por su abuelo.

“Al perder las tierras mi abuelo se dedica a ser contratista y a prestar servicios en aserraderos o algo relacionado con maquinarias y siembras en otros lugares de la región…”.

Debido a dificultades económicas de la familia, el año 1968 Eduvina y Katherine Ellwanger se van a vivir con su abuela Marta Adelaida a Quillén. 

Los mejores recuerdos de la infancia de Eduvina corresponden a ese período. Los aromas de la cocina de Marta Adelaida, los colores del trigo en verano y la voz de su abuela repitiendo recetas e ingredientes. Canela, curry, eneldo, chascú, miel, azúcar y pimienta; morrones, porotos, papas de la chacra y harina blanca del trigo dejado para el autoconsumo. Viejos y nuevos ingredientes que se suman en las recetas que la abuela Marta enseña en su cocina.

“En ese entonces no había agua potable en el sector, mi madre recuerda que todas las comidas eran hechas con cocina a leña y se calefaccionaban de la misma manera. La cocina era el santuario de la vivienda, en donde sólo las que deseaban aprender podían entrar. Es en ese tiempo cuando mi madre comienza a aprender las diversas recetas y costumbres de la familia…”.

Por aquella época se incendia la casa de los Grollmus Reinicke…

… el recalentamiento de la cocina a leña consumió la casa de madera. No pudieron rescatar nada de valor…”.

Sería al principio de los 70’, según la versión de Eduvina; el siniestro arrasó con todos los recuerdos que la familia había acumulado por generaciones. Fotos verdosas de niñas rubias, cartas centenarias de los parientes que se quedaron en la madre patria, libros, poemas y viejos artilugios para escuchar música. El diario de viaje de la madre de la primera Marta, con la toponimia de islas, puertos y fiordos recorridos durante el gran viaje. Los nombres de los ancestros, sus oficios y las ciudades y pueblos en los que vivieron. 

“Un año después reconstruyeron la casa, siendo más pequeña que la original…”.

Después de un tiempo de incertidumbre en que recurren a los parientes para el cuidado de los hijos, los Ellwanger Grollmus se instalan en Temuco en el corazón de La Frontera, en una pequeña calle lateral del sector de “Pedro de Valdivia” donde tenían amigos. La abuela le comenta a Javiera que les gustó el sector…

“…porque teníamos amigos y nos sentíamos más seguros a la hora de salir, ya que nuestros vecinos cuidaban nuestra casa. Éramos muy unidos. Actualmente eso ya no se ve, porque cambiaron los vecinos y los que quedamos estamos más viejos…”.

En ese tiempo la ciudad se había consolidado como la principal urbe de La Araucanía, con un comercio pujante, con ferreterías, almacenes y tiendas. Por sus calles coloridas circulaba una población variopinta con todos los colores del mundo en la piel de morenas, rubias, colorinas o trigueñas que caminaban ondulantes por sus plazas.

La abuela se dedica a cumplir con las labores del hogar. Y el abuelo a trabajar fuera de la ciudad. Arturo fallece el 29 de agosto del año 2001.

La memoria de Javiera vuelve sobre su madre. Una vez instalados en Temuco, Eduvina continúa sus estudios en el Colegio Inglés. En las fotos del álbum familiar aparece una adolescente rubia de ojos verdes. 

Javiera interroga a su madre sobre sus amores juveniles. Difícil interrogatorio, lleno de metáforas y silencios…

En aquellos años los alemanes se relacionaban preferentemente entre ellos, por lo tanto, los noviazgos se daban entre familias conocidas con largas relaciones de amistad o parentesco. La llegada a Temuco, sin embargo, les permitió relacionarse con una población más heterogénea.

“Según lo que relata mi madre, el contacto con familias alemanas se perdió. A diferencia de los familiares que habitaban en Contulmo y alrededores, los que residían en la ciudad de Temuco fueron relacionándose con todo tipo de familias, que no necesariamente eran colonos alemanes…”.

Sería la rebeldía de Eduvina, el ambiente multicultural de Temuco o las nuevas costumbres que se instalaban como parte de un cambio de época, el caso es que empezó a fijarse en varones fuera de los márgenes de la colonia. En esa generación se establecen, como cosa habitual, las mezclas con otros colores y otras formas de ver el mundo.

“A los 23 años de edad mi madre conoce a Iván, mi padre. Luego de idas y vueltas de la pareja y de tener que soportar que a la familia de mi madre no le agradara la relación, deciden casarse en el año 1986…”. 

Del matrimonio Pérez Ellvanger nacen tres hijos: Javiera, Ángela y Nicolás. 

Urbanos de segunda generación, con poca relación con el mundo campesino, al que conocen por los relatos de la madre o la abuela y las visitas esporádicas a la parcela familiar. Y el “verde que te quiero verde” de García Lorca suena como eco nostálgico a propósito de los bosques de Nahuelbuta. 

En enero de 2014 nace Isidora Antonia Rojas Pérez, hija de Javiera y Cristian Felipe Rojas Carriñe, por razones patrilineales ya sin apellidos germanos. Una mezcla de linajes alemanes, españoles y mapuches, propia de una hija de La Frontera; 119 años después de la llegada de sus ancestros a orillas del Nahuelbuta, nace la última descendiente de aquella primera Marta. 

Isidora Antonia Rojas Pérez, hija de Javiera Pérez Ellwanger, nieta de Eduvina Ellwanger Grollmus, bisnieta de Waldtraud Grollmus Reinicke, tataranieta de Marta Adelaida Reinicke Lichttembergh, tátara tataranieta de Marta Lichttembergh Rickembherg.

Y en los inviernos lluviosos de Temuco, en los años por venir, Javiera al arrullar a su niña tal vez recuerde a sus ancestros rubios y en un alemán remendado le cantará fragmentos de una canción que le tarareaba su abuelo Arturo: “Leise, Peterle, leise! Der Mond geht auf die Reise”. 

La tatarabuela es la “frontera de la memoria” (Zúñiga, 2011) para Javiera. No conoce datos de la madre o la abuela de aquella Marta. Las fotos más antiguas, las cartas, los diarios de vida y los recuerdos traídos de alemania se perdieron en el gran incendio que redujo a cenizas la casona patronal de Quillén.

De la fría Germania sólo quedaron anécdotas dispersas, historias de nieve y duendes, algunas fotografías y la memoria de los sabores. Marta Adelaida Reinicke Lichttembergh había plasmado toda su reminiscencia culinaria en un cuaderno de recetas escrito con primorosa caligrafía. La tinta azul describe en alemán y español recetas e ingredientes de antiguas preparaciones: combinaciones azucaradas, generosas de aromas y de frutas. Exquisitas elaboraciones saladas que mezclan carnes, futas y verduras: pavo relleno con puré de manzana, pato relleno, perniles de cerdo con repollo morado, papas ácidas con vinagre, sopa de harina dorada en mantequilla, porotos verdes con salsa blanca, chucrut, fritos de coliflor, y un largo listado de delicias. 

“Mi tátara abuela plasmó sus recetas en un antiguo libro que fue heredado por mi bisabuela Marta Adelaida. En él se encontraban principalmente recetas de repostería, como galletas, kuchens, confites, masas dulces, conservas, mermeladas, entre otras. Cada una de las recetas preparadas por ella eran el centro de atención en cumpleaños, aniversarios, fiestas, bautizos y sobre todo para la hora del té, costumbre que mantenemos hasta hoy. 

Actualmente en mi familia se siguen realizando estas preparaciones, sin ser modificadas, siguiendo al pie de la letra la receta. Son platos obligatorios a la hora de compartir con la familia, celebrar cumpleaños, fiestas etc. ...”.


Ese cuaderno pasó a Waldtraud, quien se hace cargo de una tradición culinaria que se remonta a cientos de años. 

 “Luego de su matrimonio y el posterior nacimiento de sus 5 hijos, mi abuela traspasó sus conocimientos de cocina a mi madre, Eduvina Ellwanger Grollmus, quien se dedicó a seguir cada una de las recetas. Una de las más estudiadas y elaboradas fue la del kuchen de miga y canela (zimtsplatzchen) y el strudel de manzana (Apfelstrudel). 

Desde pequeña a mi madre le enseñaron la importancia de los detalles a la hora de cocinar y preparar dulces…”.

Casi cien años más tarde, Javiera reproduce las recetas anotadas en aquel cuaderno. Ya no están las añosas teteras, ollas y marmitas, ni el fuego lento de la cocina a leña. Pero, a pesar de que las antiguas comidas se preparan al calor de la cocina a gas y el horno a microondas, aún cocinan en familia conversando de lo humano y lo divino, tal como lo hicieron las mujeres más viejas de la familia. 

 “Primero comencé observando y preguntando cómo hacerlo, asesorada por mi madre; a esas alturas ella ya conocía las viejas recetas de memoria. La idea era enseñarme a cocinar para que cuando formara mi propio hogar pudiese reproducir las costumbres familiares…

Las recetas familiares se mantuvieron intactas durante años, siguiendo al pie de la letra la forma de sus preparaciones. En mi generación aparecen las modificaciones, ya que muchos de los ingredientes que se utilizaban para las creaciones culinarias eran difíciles de conseguir según la época (frutas como el membrillo, frambuesas, frutillas). Además, cada preparación dependía de los gustos de cada persona…”.

En este caso, el idioma también se perdió entre la generación de Eduvina y Javiera. La cocina es la tradición más persistente. Se repiten rituales atávicos, indagando una y otra vez en remembranzas, que conforme pasa el tiempo se van volviendo más difusas. Reinventando en cada cena, almuerzo o desayuno las anécdotas familiares. Llenando con sus aromas, texturas y sabores los vacíos dejados por los silencios de la memoria.  

La cocina evoca a los ancestros y conecta a los vivos con el recuerdo de los difuntos.

Y vuelve al strudel, tomado del viejo recetario. Tal como lo hizo Marta Adelaida allá en el sur de Alemania, siguiendo la enseñanza de sus abuelas, bisabuelas y tatarabuelas. Los antepasados con nombres desconocidos para Javiera, nombres perdidos en las llamas de Quillén. 

La historia del strudel en mi familia ha traspasado generaciones completas, siguiendo la antigua receta de mi tátara abuela…” (Javiera Pérez).

Se tamiza la harina con los polvos de hornear sobre la tabla de amasar, dejándola en forma de corona. En el centro se pone un huevo batido con el aceite. Se mezcla suavemente añadiendo el agua tibia con la sal. Se forma una masa blanda y elástica y se deja reposar una hora tapada con un paño. Se espolvorea la masa con harina y “uslerea”, hasta dejarla lo más fina posible, debe quedar en forma rectangular, del ancho del molde que se utilizará.
Para el relleno se mezcla el dulce de membrillo con las nueces, las pasas, el aceite, la canela y la ralladura de limón y se forma una pasta. Se esparce sobre la masa, encima se colocan las manzanas y se enrolla suavemente. Se coloca el rollo en un molde aceitado y con un cuchillo untado en aceite se cortan rebanadas de dos centímetros de grosor, sin separarlas completamente. Se lleva a horno moderado hasta que esté cocido y ligeramente dorado. Se desmolda y espolvorea con azúcar flor.



BIBLIOGRAFÍA CITADA

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TEILLIER, J. (1968): Crónica del Forastero. Santiago de Chile: Imprenta Arancibia Hnos.
ZÚÑIGA, (2011): La Frontera de la Memoria. Relatos de Vida. Temuco: Imprenta Printus.


INFORMANTES

Javiera Pérez Ellwanger


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(*) Publicado en: ZÚÑIGA, Carlos (2023): Mujeres de La Araucanía. La construcción del espacio doméstico durante el siglo XX. Valparaíso: Editorial Bogavantes.