NÁUFRAGOS
Carlos Zúñiga
Jara
I
A fines de la
última década del siglo XX se desarrolló en la ciudad de Temuco, en el sur de
Chile, una de las primeras crisis de universidades privadas de nuestro país. La
Universidad de Temuco estaba en fase terminal debido a oscuros manejos
financieros. Aquello ocurrió en plena utopía
neoliberal. Entre tantas reuniones para discutir la situación de la
universidad, recuerdo particularmente una en la que el vicerrector académico de
la época intentó explicar la gravedad de la crisis con una metáfora con raíces
clásicas: Un barco en alta mar. En la cubierta los marineros amotinados
discuten con la oficialidad situaciones sobre mala alimentación y maltratos. Bajo
la cubierta la caldera se ha roto abriendo un gran forado en el casco. El barco
se hunde irremediablemente mientras toda la tripulación discute acaloradamente
sobre reivindicaciones. Nadie se entera que el barco está naufragando.
Aquella metáfora me sigue dando vueltas en la cabeza cada vez que me pregunto por
la actual crisis política y económica.
El ingreso de
Chile al siglo XXI fue auspicioso. Comparativamente presentaba los mejores
indicadores entre los países de la región, lo que hacía pensar a la clase
dirigente en la posibilidad de seguir manteniendo el statu quo durante un largo tiempo más. Pero, pese al entusiasmo de
la élite, desde hace varios años venían apareciendo señales de agotamiento.
Tenemos, por una parte, un reclamo ciudadano contra un modelo social, político
y económico que se instaló durante la dictadura cívico-militar y que fue
proyectado por los gobiernos de centro izquierda y derecha que han gobernado al
país desde 1990 a la fecha. El eje de este reclamo era(es) la concentración de
la riqueza y la desigualdad. Por otra parte, tenemos que la vieja estrategia
primario exportadora es muy frágil frente a los avatares de la economía
mundial. Las inflexiones económicas de los últimos años lo demuestran
claramente (crisis asiática, crisis subprime, crisis chino-USA, etc.). La
bonanza de la economía chilena, basada en la diversificación de las
exportaciones de “commodities” en un contexto de expansión de la economía
mundial, parece llegar a su fin. Entonces, frente a un panorama internacional
cambiante, no es posible continuar con la misma estrategia que fue exitosa en
los noventa. Aún más, se considera que el modelo neoliberal está agotado. Su
estrategia depredadora de los recursos naturales y explotación de la mano de
obra parece llegar a su fin. No solamente por razones éticas sino, además,
porque su reproducción, frente a los nuevos desafíos que impone el contexto
internacional y medioambiental, lo hacen inviable (al menos eso quiero creer).
El siglo XXI se
nos asoma mucho más complejo que el siglo XX: cambio climático, (asociado al
Antropoceno), cambio en la matriz energética; crisis humanitaria, asociada a
migraciones forzadas; cambio en los equilibrios de poder a nivel mundial;
aumento en la brecha entre países ricos y pobres, asociado a las nuevas
tecnologías, explosiones sociales y un largo etcétera al que debemos agregar,
cómo no, un problema sanitario mundial sin precedentes. El siglo XXI amenaza
con una crisis civilizatoria que transformará radicalmente nuestra forma de
habitar el planeta y
nuestra forma de imaginar el mundo (uno de los cambios más importantes es la
radical transformación de los marcos conceptuales a partir de los cuales se
imagina y explica el mundo).
Según la información que circula en la prensa, Chile será uno de
los países más afectados por el cambio climático. Por ahora, tenemos una sequía
que abarca toda la “zona central”, es decir, la mejor tierra agrícola del país.
Las proyecciones que se hacen son preocupantes: en un plazo aún no determinado
por los especialistas (al menos
públicamente) faltará agua potable en las ciudades. En un plazo muy breve
muchos de los cultivos, horticultura y frutales fundamentalmente, dejarán de
ser viables en este territorio. (Si la temperatura sube dos grados, para fines
de siglo el nivel del mar podría subir hasta sesenta metros).En menos de treinta años podría gestarse la distopía perfecta en
nuestro país: Sequía, escasez de agua, aumento de las temperaturas, migraciones
forzadas, “reventones” sociales, hambrunas y un largo etcétera, donde no
podemos descartar ninguna de las catástrofes que hasta hace algunos años
veíamos por televisión.
Lo más preocupante, es que no se observa ninguna señal de parte
del poder político preparándose para ese escenario (me refiero a señales de
cara a la ciudadanía).
Tal vez Harari tiene razón cuando advierte que: “…en los inicios
del siglo XXI la política está desprovista de visiones grandiosas. El gobierno
se ha convertido en mera administración. Gestiona el país, pero ya no lo
dirige. Se asegura de que a los profesores se les pague puntualmente y que los sistemas
de alcantarillado no rebosen, pero no tienen ni idea de dónde estará el país
dentro de veinte años”.
II
Como en las introducciones de las películas gringas. Cada mañana
conduzco hacia la ciudad, compartiendo tacos y bocinazos con el resto de los
automovilistas. Escuchando malas noticias por radio cruzo el “puente viejo”,
esquivando baches y ciclistas. Una rutina propia del paraíso neoliberal en el
que vivo, con una innumerable cantidad de automóviles, camionetas y sub urban,
nuevas o seminuevas, circulando por autopistas parchadas con grava y alquitrán.
Una obertura con bocinazos, chirridos y frenazos como banda sonora. En una
rutina que suma años y años paso sobre el río Cautín para entrar a Temuco.
Pero, ¿sabes?, de un tiempo a esta parte tengo la impresión que el caudal del
río es cada vez menor, dejando a la vista pedruscos grises y resecos. Los
últimos años hemos tenido inviernos largos y lluviosos, pero el caudal del río
me recuerda los tiempos de sequía. La gente comenta que las empresas de la
agroindustria se están robando el agua; unos dicen que el terremoto del 2010
habría movido las napas subterráneas; otros explican que el problema es que el
entorno de los ríos está muy erosionado; y otros me advierten que en la
cordillera queda muy poca nieve y que los deshielos de primavera son
insuficientes para recuperar el caudal histórico del río. Una suma de funestos
argumentos.
La radio me trae malas noticias de la COP25, con críticas
despiadadas a la participación chilena y la calidad técnica de sus
representantes. El entrevistado de turno desliza siniestros presagios sobre la
sequía en la zona central del país. ¿Las ciudades se quedarán sin agua para
beber? pregunta la periodista. La respuesta es políticamente correcta, alude
probables racionamientos en el consumo en un plazo indeterminado. Sin
despeinarse, hilvana una respuesta ambigua e inquietantemente correcta.
Sí, desde hace varios meses tengo una sensación de desasosiego.
Cada mañana desvarío con la impresión de estar en los primeros minutos de esas
malas películas de desastres a las que nos tiene acostumbrado Hollywood: alto
presupuesto y muchos efectos especiales para una pésima historia. Los minutos
previos al desastre. Es curioso, la vista de ese río me provoca zozobra, una
especie de temor atávico, tal vez herencia de algún remoto antepasado que tuvo
que desplazarse a tierras lejanas porque los cotos de recolección que
frecuentaba se volvieron inexplicablemente secos. Los arbustos, alguna vez
generosos de bayas comestibles, desaparecieron paulatinamente, igual que los
mamíferos, larvas e insectos con los que complementaba su dieta. Probablemente
los riachuelos donde alguna vez abundaron los cangrejos y peces se secaron. Los
dioses decidieron mudarse a lugares más húmedos y verdes, dijeron los chamanes,
portadores de la memoria tribal. Y mi probable antepasado conoció (igual que
yo) la incertidumbre por el futuro.
La inquietud me acompañará durante parte de la mañana, hasta que
los menesteres cotidianos me lleven a otros mundos. Y así, buscaré mi reflejo
en los escaparates siempre abarrotados de fruslerías importadas y caminaré por
las veredas calcinantes hasta la plaza Dagoberto Godoy para escuchar, sentado
en una de las bancas, las advertencias apocalípticas del predicador
pentecostal.
A media mañana, entre semáforo y semáforo, dormito y sueño con el
infierno. Un pedazo de tierra yerma, reseca como el alma de un burgués, donde
no crece ni una brizna de pasto. Veo mujeres morenas implorando a los dioses
por unas gotas de lluvia, mientras arrastran pesados cacharros de arcilla hacia
un riachuelo casi seco. Mis pesadillas son grifos con mezquinas gotas, rojizas
de óxido, cayendo y acumulando tristezas sobre jofainas abandonadas. Despierto
sobresaltado por los bocinazos. Las voces de la radio mencionando desastres no
me ayudan.
Oscurece cuando abandono la ciudad.
Por las noches sueño caminando por los bosques umbríos de La
Frontera. Bosques de raulíes,
coigües, tepas y mañíos que alcancé a conocer acompañando a mi abuelo en sus largos
periplos de maderero. Y me parece escuchar el ruido del viento colándose entre
el follaje; viento que, en una sinfonía coral, me trae cantos de pájaros, voces
de duendes y crujir de quilas secas. Ese viento me trae una fragancia húmeda,
el aroma de los primeros bosques, anteriores a la llegada de los dueños de la
palabra que, con sus conjuros oscuros, destruyeron todo condenándonos a estos
páramos descoloridos por los que circulo diariamente.
Otras veces sueño con agua. Sueño bebiendo en manantiales
trasparentes que se filtran en rocas húmedas, como los que conocí en las
cercanías de Conguillío cuando tenía doce años. Cada noche sueño nadando en el
lago Villarrica frente a Calfurray (cuando el agua aún no estaba contaminada
por los residuos domiciliarios que, hoy por hoy, caen a raudales desde las
riberas).
Y en el sueño me sumerjo una y otra vez, solazándome rodeado de
burbujas transparentes, persiguiendo pequeños cangrejos que se ocultan bajo
piedrecillas de colores. Y otra vez el agua es fresca y otra vez el agua es
transparente, como en aquellas largas tardes de playa de mi niñez. Y en mis
sueños el paisaje vuelve a ser limpio, vuelve a ser verde.
Lo que se insinúa en el siglo XXI es la
transición de una sociedad que se organiza en función de la escritura, hacia una sociedad que se
organiza crecientemente en función de lo digital.
Ver: CUADRA, Álvaro (2003): De
la ciudad letrada a la ciudad virtual. Santiago de Chile: Ediciones LOM.