Carlos
Zúñiga Jara
En una época en que el agua potable era un lujo reducido a algunas ciudades, para
lavar había que hacerlo cerca de alguna fuente de agua como ríos, esteros,
pozos o ingeniárselas para acarrear grandes cantidades hacia las casas. Entre
los procedimientos más recurrentes que he encontrado en mis registros está la
utilización de una paleta y una “tabla de lavar”.
Tengo
la imagen difusa de Claudina lavando la ropa de la familia en un recodo del Bío-Bío. Es el recuerdo de Natalia sobre
su abuela; me lo cuenta sin estar segura si corresponde a una reminiscencia
infantil o al relato que le hacía Aída, su madre, sobre los menesteres que
cumplía la abuela. En la medida que doña Natalia describe a Claudina: cabellos
negros, menuda, de ojos marrón y piel clara, los recuerdos y el relato se van
haciendo más fluidos. En la imagen que me traen esas palabras se me van
dibujando el rumor de las agua limpias, los aromas de la mañana y el canto de
los pájaros. Es la descripción que alguna vez le hizo Aída de la abuela
Claudina, lavando ropa en las cercanías de Diuquín,
un día de verano hacia 1900.
En
un gran tambor instalado sobre piedras acomodadas a modo de parrilla
improvisada, casi de madrugada, enciende un fuego alimentado con trozos de pitra que ella misma ha picado con su hacha
gastada por el uso. Claudina hierve agua, plena de burbujas y espuma para
blanquear sábanas y manteles, mientras en un remanso del río, sobre una gran roca,
paletea la ropa. Con un rústico jabón -¿sería jabón “Gringo”-? y con trozos de
quillay produce abundante espuma. La paleta manejada con la destreza adquirida
en años y años de lavado se descarga enérgica sobre la ropa acumulada durante
algo más de una semana.
Claudina
canta una vieja canción aprendida de su madre y se olvida del sol y la fatiga
mientras va desmugrando, golpeando y enjuagando las prendas que ella misma ha
tejido, cosido y remendado. A media mañana el sol de enero cae implacable sobre
su espalda. Apenas agua con harina tostada endulzada con miel para reponer
fuerzas. Impregna la ropa con jabón y quillay, paletea y enjuaga. Revisa los
manteles que hierven mansamente, recuperando su color original y vuelve al río
a enjuagar. A mediodía llegan sus hijas con el almuerzo: pancutras en caldo de
patas de gallina, preparado por alguna de las mayores, probablemente Aída.
Comen juntas. Las niñas informan a la madre sobre el fogón, la huerta, las
gallinas y las últimas maldades de los dos hijos menores.
Luego,
de vuelta a las canciones, mientras sus dos hijas se retiran con instrucciones
para la tarde. Un penúltimo recorrido al tambor para retirar con una gran
paleta la ropa hirviendo y arrojarla al río para desmugrar.
Enjuaga
y cuelga frente al Bío-Bío, el viento
de las últimas horas de la tarde seca las prendas y las perfuma con los olores
del verano. Un poco antes del crepúsculo llegan todos los hijos con grandes
canastos de mimbre a recoger la ropa limpia. Llegarán a casa justo para
preparar la cena, tal vez un caldo de harina tostada, que tanto le gusta a su
marido, acompañado con sopaipillas que hará con la masa que Aída dejó leudando.
Natalia
me ofrece el último café de la charla y se queda en un silencio largo, perdida
en las evocaciones de madre y abuela. Afuera la lluvia sigue cayendo mojando
las calles de Panguipulli, bastante
más al sur de su Diuquín natal.
En
un contrapunto de lavados, recojo un testimonio que se remonta a inicios de la
década del 30’ en el fundo “Santa Clara”, en las cercanías de Collipulli. Doña Uberlinda, generosa de
recuerdos y palabras, me relata uno de esos, los largos días de lavado:
̶ Lavábamos una vez a la semana, invierno y
verano. La ropa pequeña se lavaba en la casa casi todos los días, en una artesa
grande se acarreaba agua del pozo. Otras veces se iba a la orilla del pozo a
lavar, llevaban las cosas para allá y lavaban a escobilla no más.
Para
lavar ropa grande y pequeña, si el tiempo lo permitía, acudían una vez a la
semana al “Mañío”, un gran estero ubicado a un par de kilómetros de su casa. En
una carreta tirada por bueyes, su padre trasladaba a toda la familia junto a la
ropa y los utensilios para lavar: escobillas, jabones, artesas, un gran tambor
cortado a la mitad para hervir kilos de sábanas y manteles; además, la ropa del papá, la mamá y sus ocho hermanos.
Para los más pequeños y los varones de la familia, ese era un día de
esparcimiento; para las mujeres, un día de trabajo intenso.
̶ Íbamos todos para allá, toda la familia; yo
me acuerdo que era bonita esa parte, había como un prado y había arbolitos
bonitos. Evoca Uberlinda.
A
orillas del “Mañío” separaban la ropa: manteles, sábanas, ropa blanca, ropa de
color y ropa “delicada”. Y en ese orden iban remojando y lavando. En un gran
tambor se hervía agua para blanquear, primero las sábanas y más tarde los
manteles. En una artesa remojaban en abundante agua y jabón las prendas de
vestir, que a continuación en una batea de madera lavaban. Sobre una “tabla de
lavar” se enjabonaba y restregaba con una escobilla, hasta hacer desparecer la
mugre acumulada en las prendas. Después se enjuagaba directamente en el estero.
Camisas
y manteles se almidonaban, con una preparación casera a base de trigo. Todas
las prendas blancas se “azulaban”, es decir, después de enjuagarlas se pasaban
por agua fría, en la que previamente se disolvía “azul”, un polvo para
blanquear la ropa.
Así,
mientras los niños correteaban buscando frutos silvestres de la temporada y los
varones adultos jugaban cartas y conversaban, las mujeres se afanaban en el
lavado.
A
mediodía un alto para almorzar. Mientras las hijas mayores continuaban con el
lavado, la madre preparaba el almuerzo en un improvisado fogón, como era un día
de asueto siempre se cocinaba algo del gusto de los varones: una cazuela de
ave; o legumbres con yuyos; o un costillar de cordero asado en las brasas con
abundante ensalada de la huerta. Aprovechando la ceniza, unas tortilla de
rescoldo o, tal vez, unas sopaipillas. Y, como siempre, un mate para amenizar
la conversación. Por la tarde continuaban con los menesteres de la ropa hasta
el final del día.
Doña
Uberlinada hace un alto en el relato para vigilar el fuego de su cocina a leña,
acomodar las teteras y ofrecerme un enésimo mate.
̶ La ropa se
secaba ahí en el estero, había cordeles y se tendía.
Continúa
con su historia mientras pela papas y zanahorias para adelantar el almuerzo.
Casi
anocheciendo cargaban la carreta con la ropa limpia y los implementos usados
para lavar y cocinar. De regreso a casa a ordenar y planchar.
- Para planchar, teníamos unas planchas de
fierro que se ponían al calor del fogón. Mi papá tenía un fierro y ese lo ponía
a la orilla del fogón y se le ponían brazas debajo. Había como cuatro planchas de
fierro. Se ponían ahí, se calentaban, se planchaba con una y cuando ya se enfriaba
esa, estaba la otra caliente.
Como
una alternativa para conseguir dinero, la práctica de lavar ropa ajena estaba
muy extendida. Aquellas mujeres con más recursos económicos contrataban otras
mujeres para hacerse cargo de diversos menesteres domésticos, en este caso el
lavado. El procedimiento es el mismo que hemos descrito. En algunos casos, el
trato incluía lavar y planchar y en otros, sólo el lavado y almidonado de ropa.
La liberación de las mujeres siempre ha sido a costa de
otras mujeres.
(*) Este relato corresponde a un extracto del libro "Geografías femeninas. Mujeres y espacio doméstico en La Araucanía" ©
(En prensa).
(*) Este relato corresponde a un extracto del libro "Geografías femeninas. Mujeres y espacio doméstico en La Araucanía" ©
(En prensa).
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