martes, 16 de agosto de 2022

 

NÁUFRAGOS[1]

                                                                                                Carlos Zúñiga Jara

 

I

 

A fines de la última década del siglo XX se desarrolló en la ciudad de Temuco, en el sur de Chile, una de las primeras crisis de universidades privadas de nuestro país. La Universidad de Temuco estaba en fase terminal debido a oscuros manejos financieros. Aquello ocurrió en plena utopía neoliberal. Entre tantas reuniones para discutir la situación de la universidad, recuerdo particularmente una en la que el vicerrector académico de la época intentó explicar la gravedad de la crisis con una metáfora con raíces clásicas: Un barco en alta mar. En la cubierta los marineros amotinados discuten con la oficialidad situaciones sobre mala alimentación y maltratos. Bajo la cubierta la caldera se ha roto abriendo un gran forado en el casco. El barco se hunde irremediablemente mientras toda la tripulación discute acaloradamente sobre reivindicaciones. Nadie se entera que el barco está naufragando.


Aquella metáfora me sigue dando vueltas en la cabeza cada vez que me pregunto por la actual crisis política y económica.


El ingreso de Chile al siglo XXI fue auspicioso. Comparativamente presentaba los mejores indicadores entre los países de la región, lo que hacía pensar a la clase dirigente en la posibilidad de seguir manteniendo el statu quo durante un largo tiempo más. Pero, pese al entusiasmo de la élite, desde hace varios años venían apareciendo señales de agotamiento. Tenemos, por una parte, un reclamo ciudadano contra un modelo social, político y económico que se instaló durante la dictadura cívico-militar y que fue proyectado por los gobiernos de centro izquierda y derecha que han gobernado al país desde 1990 a la fecha. El eje de este reclamo era(es) la concentración de la riqueza y la desigualdad. Por otra parte, tenemos que la vieja estrategia primario exportadora es muy frágil frente a los avatares de la economía mundial. Las inflexiones económicas de los últimos años lo demuestran claramente (crisis asiática, crisis subprime, crisis chino-USA, etc.). La bonanza de la economía chilena, basada en la diversificación de las exportaciones de “commodities” en un contexto de expansión de la economía mundial, parece llegar a su fin. Entonces, frente a un panorama internacional cambiante, no es posible continuar con la misma estrategia que fue exitosa en los noventa. Aún más, se considera que el modelo neoliberal está agotado. Su estrategia depredadora de los recursos naturales y explotación de la mano de obra parece llegar a su fin. No solamente por razones éticas sino, además, porque su reproducción, frente a los nuevos desafíos que impone el contexto internacional y medioambiental, lo hacen inviable (al menos eso quiero creer).


El siglo XXI se nos asoma mucho más complejo que el siglo XX: cambio climático, (asociado al Antropoceno), cambio en la matriz energética; crisis humanitaria, asociada a migraciones forzadas; cambio en los equilibrios de poder a nivel mundial; aumento en la brecha entre países ricos y pobres, asociado a las nuevas tecnologías, explosiones sociales y un largo etcétera al que debemos agregar, cómo no, un problema sanitario mundial sin precedentes. El siglo XXI amenaza con una crisis civilizatoria que transformará radicalmente nuestra forma de habitar[2] el planeta y nuestra forma de imaginar el mundo (uno de los cambios más importantes es la radical transformación de los marcos conceptuales a partir de los cuales se imagina y explica el mundo[3]).


Según la información que circula en la prensa, Chile será uno de los países más afectados por el cambio climático. Por ahora, tenemos una sequía que abarca toda la “zona central”, es decir, la mejor tierra agrícola del país. Las proyecciones que se hacen son preocupantes: en un plazo aún no determinado por los especialistas (al   menos públicamente) faltará agua potable en las ciudades. En un plazo muy breve muchos de los cultivos, horticultura y frutales fundamentalmente, dejarán de ser viables en este territorio. (Si la temperatura sube dos grados, para fines de siglo el nivel del mar podría subir hasta sesenta metros).En menos de treinta años podría gestarse la distopía perfecta en nuestro país: Sequía, escasez de agua, aumento de las temperaturas, migraciones forzadas, “reventones” sociales, hambrunas y un largo etcétera, donde no podemos descartar ninguna de las catástrofes que hasta hace algunos años veíamos por televisión. 


Lo más preocupante, es que no se observa ninguna señal de parte del poder político preparándose para ese escenario (me refiero a señales de cara a la ciudadanía[4]).


Tal vez Harari tiene razón cuando advierte que: “…en los inicios del siglo XXI la política está desprovista de visiones grandiosas. El gobierno se ha convertido en mera administración. Gestiona el país, pero ya no lo dirige. Se asegura de que a los profesores se les pague puntualmente y que los sistemas de alcantarillado no rebosen, pero no tienen ni idea de dónde estará el país dentro de veinte años”[5].


 

II

 

         Como en las introducciones de las películas gringas. Cada mañana conduzco hacia la ciudad, compartiendo tacos y bocinazos con el resto de los automovilistas. Escuchando malas noticias por radio cruzo el “puente viejo”, esquivando baches y ciclistas. Una rutina propia del paraíso neoliberal en el que vivo, con una innumerable cantidad de automóviles, camionetas y sub urban, nuevas o seminuevas, circulando por autopistas parchadas con grava y alquitrán. Una obertura con bocinazos, chirridos y frenazos como banda sonora. En una rutina que suma años y años paso sobre el río Cautín para entrar a Temuco. Pero, ¿sabes?, de un tiempo a esta parte tengo la impresión que el caudal del río es cada vez menor, dejando a la vista pedruscos grises y resecos. Los últimos años hemos tenido inviernos largos y lluviosos, pero el caudal del río me recuerda los tiempos de sequía. La gente comenta que las empresas de la agroindustria se están robando el agua; unos dicen que el terremoto del 2010 habría movido las napas subterráneas; otros explican que el problema es que el entorno de los ríos está muy erosionado; y otros me advierten que en la cordillera queda muy poca nieve y que los deshielos de primavera son insuficientes para recuperar el caudal histórico del río. Una suma de funestos argumentos.

       La radio me trae malas noticias de la COP25, con críticas despiadadas a la participación chilena y la calidad técnica de sus representantes. El entrevistado de turno desliza siniestros presagios sobre la sequía en la zona central del país. ¿Las ciudades se quedarán sin agua para beber? pregunta la periodista. La respuesta es políticamente correcta, alude probables racionamientos en el consumo en un plazo indeterminado. Sin despeinarse, hilvana una respuesta ambigua e inquietantemente correcta.

        Sí, desde hace varios meses tengo una sensación de desasosiego. Cada mañana desvarío con la impresión de estar en los primeros minutos de esas malas películas de desastres a las que nos tiene acostumbrado Hollywood: alto presupuesto y muchos efectos especiales para una pésima historia. Los minutos previos al desastre. Es curioso, la vista de ese río me provoca zozobra, una especie de temor atávico, tal vez herencia de algún remoto antepasado que tuvo que desplazarse a tierras lejanas porque los cotos de recolección que frecuentaba se volvieron inexplicablemente secos. Los arbustos, alguna vez generosos de bayas comestibles, desaparecieron paulatinamente, igual que los mamíferos, larvas e insectos con los que complementaba su dieta. Probablemente los riachuelos donde alguna vez abundaron los cangrejos y peces se secaron. Los dioses decidieron mudarse a lugares más húmedos y verdes, dijeron los chamanes, portadores de la memoria tribal. Y mi probable antepasado conoció (igual que yo) la incertidumbre por el futuro. 

        La inquietud me acompañará durante parte de la mañana, hasta que los menesteres cotidianos me lleven a otros mundos. Y así, buscaré mi reflejo en los escaparates siempre abarrotados de fruslerías importadas y caminaré por las veredas calcinantes hasta la plaza Dagoberto Godoy para escuchar, sentado en una de las bancas, las advertencias apocalípticas del predicador pentecostal.

        A media mañana, entre semáforo y semáforo, dormito y sueño con el infierno. Un pedazo de tierra yerma, reseca como el alma de un burgués, donde no crece ni una brizna de pasto. Veo mujeres morenas implorando a los dioses por unas gotas de lluvia, mientras arrastran pesados cacharros de arcilla hacia un riachuelo casi seco. Mis pesadillas son grifos con mezquinas gotas, rojizas de óxido, cayendo y acumulando tristezas sobre jofainas abandonadas. Despierto sobresaltado por los bocinazos. Las voces de la radio mencionando desastres no me ayudan.

Oscurece cuando abandono la ciudad.

Por las noches sueño caminando por los bosques umbríos de La Frontera. Bosques de raulíes, coigües, tepas y mañíos que alcancé a conocer acompañando a mi abuelo en sus largos periplos de maderero. Y me parece escuchar el ruido del viento colándose entre el follaje; viento que, en una sinfonía coral, me trae cantos de pájaros, voces de duendes y crujir de quilas secas. Ese viento me trae una fragancia húmeda, el aroma de los primeros bosques, anteriores a la llegada de los dueños de la palabra que, con sus conjuros oscuros, destruyeron todo condenándonos a estos páramos descoloridos por los que circulo diariamente. 

Otras veces sueño con agua. Sueño bebiendo en manantiales trasparentes que se filtran en rocas húmedas, como los que conocí en las cercanías de Conguillío cuando tenía doce años. Cada noche sueño nadando en el lago Villarrica frente a Calfurray (cuando el agua aún no estaba contaminada por los residuos domiciliarios que, hoy por hoy, caen a raudales desde las riberas).

Y en el sueño me sumerjo una y otra vez, solazándome rodeado de burbujas transparentes, persiguiendo pequeños cangrejos que se ocultan bajo piedrecillas de colores. Y otra vez el agua es fresca y otra vez el agua es transparente, como en aquellas largas tardes de playa de mi niñez. Y en mis sueños el paisaje vuelve a ser limpio, vuelve a ser verde.

 



[1]               Extracto de “Nosotros los de entonces. Memorias políticas”. (Escrito en 2019).

[2]           El propósito final del conocimiento es proporcionar preguntas y respuestas sobre el Ser, Estar y Habitar. El Ser se refiere a las explicaciones de hombres y mujeres acerca de la vida y la muerte, su relación con el cosmos y la posibilidad de la trascendencia. El Estar se refiere a la política y economía: las formas de organizar la vida cotidiana, donde se establece la relación de los sujetos entre sí y con la comunidad, los procedimientos para instituir los acuerdos o dirimir los desacuerdos. En definitiva, las distintas modalidades para organizar el poder. Cada sociedad construye las organizaciones políticas que necesita en función de las posibilidades, imposiciones o limitaciones del Ser y del territorio. Por otra parte, están las decisiones que las sociedades toman sobre su relación con la naturaleza y las alternativas que ésta les ofrece para la sobrevivencia: la economía. El Habitar es la conexión de los elementos anteriores con un territorio. Se trata de la forma en que establece su relación con el entorno. Dependiendo de las características de la cultura, esta condición estará mediada por los dioses o por los seres humanos. ZÚÑIGA, Carlos (2013): Rutas de recolección en La Araucanía. Temuco: Printus.

Todas las sociedades producen conocimiento y es éste el que les permite organizar su economía, sociedad, política o vida cotidiana; ya sea que se trate de un pueblo de recolectores o una sociedad hiper tecnificada. Entonces, identificamos una compleja relación dialéctica entre ciencia y saberes. La ciencia produce lo que habitualmente llamamos “conocimiento científico”, conocimiento desde el que se construyen las visiones oficiales del mundo (el eidos); conocimiento que, además, sustenta a las sociedades modernas. En tanto, “saberes” sería el conocimiento que producen las sociedades pre modernas, es decir, aquella que definen el Ser, Estar y Habitar desde categorías mágicas (aquí incluimos sociedades indígenas, campesinas, además de toda aquella complejidad identificada como mundo popular).  ZÚÑIGA, Carlos (2019): Las políticas públicas desde los bordes. El sistema nacional de certificación de leña en Chile. Santiago de Chile: Ceibo.

[3]           Lo que se insinúa en el siglo XXI es la transición de una sociedad que se organiza en función de la escritura, hacia una sociedad que se organiza crecientemente en función de lo digital. Ver: CUADRA, Álvaro (2003): De la ciudad letrada a la ciudad virtual. Santiago de Chile: Ediciones LOM.

[4]           “De acuerdo a lo señalado en el plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático 2014, el país se inscribe entre aquellos que son considerados especialmente vulnerables…”, citando el Plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático 2014, del Ministerio del Medio Ambiente, agrega: “…cuenta con áreas de borde costero de baja altura; con zonas áridas, semi áridas; zonas con cobertura forestal y zonas expuestas al deterioro forestal; es un país propenso a desastres naturales; presenta zonas propensas a la sequía y la desertificación; presenta zonas urbanas con problemas de contaminación atmosférica; y zonas de ecosistemas frágiles, incluidos los sistemas montañosos”…”. MINISTERIO DE DEFENSA NACIONAL (2017): Libro de la Defensa Nacional de Chile”. Recuperado de, https://www.defensa.cl/media/LibroDefensa.pdf. Pág. 178.

[5]           HARARI, Yuval Noah (2017): Homo Deus. Breve historia del mañana. Santiago de Chile: Penguin Random House Grupo Editorial. Pág. 409.