martes, 8 de diciembre de 2015

Agua y espuma (*)





Carlos Zúñiga Jara



En  una época en que el agua potable era un lujo reducido a algunas ciudades, para lavar había que hacerlo cerca de alguna fuente de agua como ríos, esteros, pozos o ingeniárselas para acarrear grandes cantidades hacia las casas. Entre los procedimientos más recurrentes que he encontrado en mis registros está la utilización de una paleta y una “tabla de lavar”.

Tengo la imagen difusa de Claudina lavando la ropa de la familia en un recodo del Bío-Bío. Es el recuerdo de Natalia sobre su abuela; me lo cuenta sin estar segura si corresponde a una reminiscencia infantil o al relato que le hacía Aída, su madre, sobre los menesteres que cumplía la abuela. En la medida que doña Natalia describe a Claudina: cabellos negros, menuda, de ojos marrón y piel clara, los recuerdos y el relato se van haciendo más fluidos. En la imagen que me traen esas palabras se me van dibujando el rumor de las agua limpias, los aromas de la mañana y el canto de los pájaros. Es la descripción que alguna vez le hizo Aída de la abuela Claudina, lavando ropa en las cercanías de Diuquín, un día de verano hacia 1900.

En un gran tambor instalado sobre piedras acomodadas a modo de parrilla improvisada, casi de madrugada, enciende un fuego alimentado con trozos de  pitra que ella misma ha picado con su hacha gastada por el uso. Claudina hierve agua, plena de burbujas y espuma para blanquear sábanas y manteles, mientras en un remanso del río, sobre una gran roca, paletea la ropa. Con un rústico jabón -¿sería jabón “Gringo”-? y con trozos de quillay produce abundante espuma. La paleta manejada con la destreza adquirida en años y años de lavado se descarga enérgica sobre la ropa acumulada durante algo más de una semana.

Claudina canta una vieja canción aprendida de su madre y se olvida del sol y la fatiga mientras va desmugrando, golpeando y enjuagando las prendas que ella misma ha tejido, cosido y remendado. A media mañana el sol de enero cae implacable sobre su espalda. Apenas agua con harina tostada endulzada con miel para reponer fuerzas. Impregna la ropa con jabón y quillay, paletea y enjuaga. Revisa los manteles que hierven mansamente, recuperando su color original y vuelve al río a enjuagar. A mediodía llegan sus hijas con el almuerzo: pancutras en caldo de patas de gallina, preparado por alguna de las mayores, probablemente Aída. Comen juntas. Las niñas informan a la madre sobre el fogón, la huerta, las gallinas y las últimas maldades de los dos hijos menores.

Luego, de vuelta a las canciones, mientras sus dos hijas se retiran con instrucciones para la tarde. Un penúltimo recorrido al tambor para retirar con una gran paleta la ropa hirviendo y arrojarla al río para desmugrar.

Enjuaga y cuelga frente al Bío-Bío, el viento de las últimas horas de la tarde seca las prendas y las perfuma con los olores del verano. Un poco antes del crepúsculo llegan todos los hijos con grandes canastos de mimbre a recoger la ropa limpia. Llegarán a casa justo para preparar la cena, tal vez un caldo de harina tostada, que tanto le gusta a su marido, acompañado con sopaipillas que hará con la masa que Aída dejó leudando.

Natalia me ofrece el último café de la charla y se queda en un silencio largo, perdida en las evocaciones de madre y abuela. Afuera la lluvia sigue cayendo mojando las calles de Panguipulli, bastante más al sur de su Diuquín natal.

En un contrapunto de lavados, recojo un testimonio que se remonta a inicios de la década del 30’ en el fundo “Santa Clara”, en las cercanías de Collipulli. Doña Uberlinda, generosa de recuerdos y palabras, me relata uno de esos, los largos días de lavado:

̶  Lavábamos una vez a la semana, invierno y verano. La ropa pequeña se lavaba en la casa casi todos los días, en una artesa grande se acarreaba agua del pozo. Otras veces se iba a la orilla del pozo a lavar, llevaban las cosas para allá y lavaban a escobilla no más.

Para lavar ropa grande y pequeña, si el tiempo lo permitía, acudían una vez a la semana al “Mañío”, un gran estero ubicado a un par de kilómetros de su casa. En una carreta tirada por bueyes, su padre trasladaba a toda la familia junto a la ropa y los utensilios para lavar: escobillas, jabones, artesas, un gran tambor cortado a la mitad para hervir kilos de sábanas y manteles; además,  la ropa del papá, la mamá y sus ocho hermanos. Para los más pequeños y los varones de la familia, ese era un día de esparcimiento; para las mujeres, un día de trabajo intenso.

̶   Íbamos todos para allá, toda la familia; yo me acuerdo que era bonita esa parte, había como un prado y había arbolitos bonitos. Evoca Uberlinda.

A orillas del “Mañío” separaban la ropa: manteles, sábanas, ropa blanca, ropa de color y ropa “delicada”. Y en ese orden iban remojando y lavando. En un gran tambor se hervía agua para blanquear, primero las sábanas y más tarde los manteles. En una artesa remojaban en abundante agua y jabón las prendas de vestir, que a continuación en una batea de madera lavaban. Sobre una “tabla de lavar” se enjabonaba y restregaba con una escobilla, hasta hacer desparecer la mugre acumulada en las prendas. Después se enjuagaba directamente en el estero.

Camisas y manteles se almidonaban, con una preparación casera a base de trigo. Todas las prendas blancas se “azulaban”, es decir, después de enjuagarlas se pasaban por agua fría, en la que previamente se disolvía “azul”, un polvo para blanquear la ropa.

Así, mientras los niños correteaban buscando frutos silvestres de la temporada y los varones adultos jugaban cartas y conversaban, las mujeres se afanaban en el lavado.

A mediodía un alto para almorzar. Mientras las hijas mayores continuaban con el lavado, la madre preparaba el almuerzo en un improvisado fogón, como era un día de asueto siempre se cocinaba algo del gusto de los varones: una cazuela de ave; o legumbres con yuyos; o un costillar de cordero asado en las brasas con abundante ensalada de la huerta. Aprovechando la ceniza, unas tortilla de rescoldo o, tal vez, unas sopaipillas. Y, como siempre, un mate para amenizar la conversación. Por la tarde continuaban con los menesteres de la ropa hasta el final del día.

Doña Uberlinada hace un alto en el relato para vigilar el fuego de su cocina a leña, acomodar las teteras y ofrecerme un enésimo mate.

̶   La ropa se  secaba ahí en el estero, había cordeles y se tendía.

Continúa con su historia mientras pela papas y zanahorias para adelantar el almuerzo.

Casi anocheciendo cargaban la carreta con la ropa limpia y los implementos usados para lavar y cocinar. De regreso a casa a ordenar y planchar.

-   Para planchar, teníamos unas planchas de fierro que se ponían al calor del fogón. Mi papá tenía un fierro y ese lo ponía a la orilla del fogón y se le ponían brazas debajo. Había como cuatro planchas de fierro. Se ponían ahí, se calentaban, se planchaba con una y cuando ya se enfriaba esa, estaba la otra caliente.

Como una alternativa para conseguir dinero, la práctica de lavar ropa ajena estaba muy extendida. Aquellas mujeres con más recursos económicos contrataban otras mujeres para hacerse cargo de diversos menesteres domésticos, en este caso el lavado. El procedimiento es el mismo que hemos descrito. En algunos casos, el trato incluía lavar y planchar y en otros, sólo el lavado y almidonado de ropa.


La liberación de las mujeres siempre ha sido a costa de otras mujeres.


(*) Este relato corresponde a un extracto del libro "Geografías femeninas. Mujeres y espacio doméstico en La Araucanía" ©
(En prensa).

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