Carlos
Zúñiga Jara
El invierno del 2011, entre
la lluvia y el frío de Temuco,
sostuve largas conversaciones con doña Uberlinda, una nonagenaria lúcida y ágil
nacida en las cercanías de Collipulli.
Me habló de su infancia campesina y también de su juventud, acompañando al tarambana que le
tocó por marido y de su madurez trabajando en Santiago.
Noé, su padre, desde que
huyó de casa siendo casi un niño, se había desempeñado como inquilino a cargo
de actividades forestales en distintos fundos de La Araucanía. A golpes de
hacha recorrió los bosques fragantes de la cordillera y pre cordillera
araucana. Mi entrevistada recuerda los fundos “Jauja”, “Santa Clara” y “Niblinto”
en las cercanías de Collipulli. El
fundo “Colico”, en las cercanías de Cunco; “María Luisa”, en las proximidades
de Villarrica y el fundo “Buenos Aires”, al norte de Pucón.
Uberlinda cierra los ojos y
se remonta al inicio de su memoria, evoca nombres, lugares y paisajes, olores,
colores y sabores de aquel mundo de inicios del siglo XX. Intenta ordenar sus
recuerdos y en su relato empiezan a fluir reminiscencias nostálgicas. El fundo “Santa Clara”, el lugar donde nació en
1919, una hacienda de aptitud agrícola y forestal cerca del río Niblinto. Me comenta:
“Era
de unos tales Frei, igual que el presidente. Tengo bonitos recuerdos del fundo
“Santa Clara”, como éramos cabros chicos. No había colegio, nunca hubo colegios
en los fundos…”.
Enseguida
describe la casa donde pasó los primeros años de su niñez: Una construcción de
madera con piso de tabla bruta, un jardín donde su madre plantaba flores y
hierbas medicinales y al final del patio, a unos cien metros de la casa, a la
sombra de un añoso chilco, un pozo de agua. Me asegura que todavía tiene
imágenes de su padre arando y sembrando trigo en el potrero frente a la casa.
Parte de las “regalías” del fundo.
De
“Santa Clara” a “Niblinto”.
“Estaríamos
unos dos años en el fundo “Niblinto”. Era de los tales “Castellones”. El patrón
Luis Castellón. Cuando el viejo murió quedaron los dos jóvenes…”.
En 1924 emigra con toda su
familia desde “Niblinto”, al interior
de Collipulli, hacia el fundo “Colico” en las proximidades del lago
del mismo nombre. Un viaje alucinante para una niña de cinco años. Recorriendo
el corazón de La Frontera, cruzando bosques interminables y ríos tan azules
como los ojos de su abuelo. Villorrios dispersos, que aparecían como fantasmas
en los claros del bosque araucano entre la bruma, el humo de los fogones y la
lluvia, con sus casas de madera
amontonadas en torno a una barrosa calle. Almacenes administrados por “turcos”
que en un enredado español regateaban precios con su padre, con escaparates
estridentes, abarrotados de mercaderías inverosímiles, plenas de colores y
olores nuevos. Barrancos bordados de nalcas y helechos donde descubrió al
duende del eco. Ruidosas estaciones ferroviarias atiborradas de pasajeros:
campesinos, comerciantes, peones o hacendados, con el estrépito de las locomotoras humeantes dando bufidos de vapor, ingresando a la estación,
confundido con las risas, los saludos y las despedidas. Y la lluvia, siempre la
lluvia.
En un esfuerzo de memoria
Uberlinda se remonta noventa años atrás, buscando las razones de aquel viaje de “Niblinto a “Colico”. A lomo de caballo, en carreta con ruedas de madera y en
vagones de tercera abarrotados de campesinos fronterizos. Su primer viaje en
tren.
Por
aquella época la mano de obra era escasa, mal tratada y mal pagada. Había que
convencer a los peones de las bondades de tal o cual faena, la bonhomía del
patrón o los “beneficios” que daba el fundo: chacra y pulpería.
Aquel
año, a fines del otoño, llegó un “enganche” buscando peones para un fundo en
las cercanías de Cunco. Un hombrón
simpático que intentaba persuadirlos de las ventajas de emigrar hacia el fundo “Colico”; un vendedor de ilusiones, un
traficante de esperanzas que ofrecía “el oro y el moro” a los que se atrevieran
a probar suerte en la cordillera lluviosa, algo más a sur.
Alguna
de las condiciones le pareció atractiva a la familia y decidieron emigrar a
aquella hacienda de la que tenían ciertas referencias. Buena “pega” le habían
comentados los amigos y compadres avecindados en “Los Laureles”.
El
padre y los hermanos mayores organizaron los pertrechos en tres carretas madereras
que tuvieron que adaptar para el viaje.
Cargaron los enseres y al paso lento de los bueyes iniciaron el viaje. Rosalba
del Carmen, su madre, junto a sus hijos Víctor, Juan, Luisa, Rosa y Segundo
Lillo, un joven que se había criado con la familia, además del abuelo Pedro,
con la salud muy deteriorada. Ellos en las carretas, mientras don Noé y Armando
lo hicieron a caballo, arreando el escuálido ganado que habían reunido en años
y años de trabajo en distintos fundos: cuatro vacas y dos yuntas de bueyes.
Noé, un hombrón enjuto, endurecido por el trabajo, por aquella época tendría
unos treinta años; en tanto Armando, el hijo elegido como compañero para
aquella aventura, era un baqueano que apenas se empinaba por los diez años.
¿Cuánto
duraría aquella travesía? Uberlinda tiene recuerdos vagos. Su padre y su
hermano demorarían unos ocho días en llegar a la nueva hacienda; el resto de la
familia, tal vez unos cinco días.
La caravana salió al
amanecer del fundo “Niblinto” rumbo a
Collipulli. Ahí enfilaron hacia el
sur hasta Pailahueque. La “huella”
que siguieron se suspendía a orillas del río Malleco. En aquellos años los puentes eran escasos y los ríos se
vadeaban o se cruzaban “volando”. No tengo claridad sobre el lugar exacto donde
cruzaron, Uberlinda sólo recuerda: “pasamos por “cable” en el río Malleco…”. Una criolla combinación entre
teleférico y “canopy”, más cercana a este último artilugio. Ahí la mayoría de
los viajeros abandonaron las carretas y atravesaron el río. Primero el abuelo
enfermo en una camilla improvisada,
“Pasó
mi abuelito con mi hermana Rosa y Segundo Lillo, que venía a cargo de nosotros.
Pasaban unos pocos y después, a la otra “lanchá”, pasábamos los demás. Mi mamá
nos hizo acostarnos, poco menos que nos
amarró ahí…”.
Mi informante recuerda que
su madre, pese a ser mujer de campo, era miedosa y no se atrevió a cruzar en
“cable”.
Alterando los planes, la
mujer acompañó a Noé y Armando junto con las carretas y el ganado hasta un
peligroso vado, seguramente el paso más cercano para cruzar el Malleco. Sin embargo, el espectáculo de
las turbulentas aguas la hizo dudar de nuevo y Rosalba se negó a vadear el río.
Eso colmó la paciencia del padre, quien medio en serio medio en broma, tuvo que
persuadirla esgrimiendo la fusta para que no retrasara más el viaje.
Después de reunirse con el
resto de los viajeros avanzaron hacia el sur. En el fundo “Veintidós”, en las cercanías de Ercilla,
pernoctaron la primera noche.
Al
día siguiente la lenta caravana se dirigió hacia la estación de ferrocarriles
de Pailahueque. Ahí se apartaron. Noé
y Armando siguieron viaje hacia el lago Colico
con su pequeño hato de ganado y las tres carretas. El resto de los viajeros, a
cargo de Segundo Lillo, se embarcaron hacia el sur en un vagón de tercera,
compartiendo charla e incomodidades con otras familias del fundo “Niblinto”, que también emigraban hacia
el fundo “Colico”.
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Rememorando
aquella aventura vivida noventa años atrás, Uberlinda me comenta:
“Ese
fue mi primer viaje en tren, con los asientos rústicos. Tanta gente, no había
por dónde pasar. El tren venía lleno…”.
Durante
toda su infancia creyó que aquel periplo ferroviario había durado varios días.
De
Pailahueque hasta “Los Laureles”, pasando por Victoria, Lautaro, Temuco hasta llegar a
Freire. De ahí haciendo combinación
en el ramal hacia Cunco,
recientemente inaugurado. En larguísimas horas de viaje, recorriendo una
infinidad de pequeñas y coloridas estaciones donde el tren se detenía a recoger
y dejar pasajeros. Uberlinda recuerda alguno de esos nombres sonoros que le
quedaron rondando en la memoria igual que las canciones que aprendió de niña: Perquenco, Quillén, Pillanlelbún, Cajón,
Metrenco, Quepe, Allipén, Radal. En cada parada los vagones se llenaban con
la algarabía de los vendedores que a gritos promovían las bondades de sus
olorosas mercancías: tortillas, pollos y “sánguches”, que los hambrientos
viajeros compraban y degustaban aderezados con abundante ají.
Casi
anocheciendo llegaron a “Los Laureles”.
En la pre cordillera el frío y la lluvia les dieron la bienvenida. Rosalba del
Carmen y un grupo de mujeres que iban en el “enganche” solicitaron permiso al
Jefe de Estación para refugiarse en un rincón de la bodega que la empresa de
Ferrocarriles del Estado mantenía -como en todas las estaciones- para acopiar
productos agrícolas y vituallas diversas. Apenas instalados hicieron fuego.
Cada familia se refugió junto a una fogata. Era noche cerrada cuando el aroma y
el sabor de las tortillas calientes aliviaron el ánimo de los viajeros.
Amaneció
lloviendo en “Los Laureles”. El
abuelo Pedro pasó mala noche y despertó más decaído. Preocupada, Rosalba salió
temprano para ubicar a unos compadres avecindados en el pueblo, a quienes conocía desde la época en que vivían en el fundo “Santa Clara”. Después del mediodía llegó la
madre cargada de provisiones: azúcar y yerba para el mate, harina y manteca
para el pan, tortillas y pancutras. La acompañaba Manuel Urrutia y su señora.
Los amigos, con su generosidad campesina, reconfortaron a los cansados migrantes
con dos gallinas cocidas, un par de kilos de harina tostada, pan y tortillas.
Ajenos a las preocupaciones de los adultos, después de almuerzo, los niños
salieron a corretear en las inmediaciones de la estación. “Parece
que estuvimos dos noches durmiendo ahí…”, recuerda Uberlinda.
Al día siguiente del arribo, un representante
de cada familia “enganchada” se dirigió al fundo “Colico” a buscar carretas. A su regreso, cada grupo acomodó como
pudo su transporte, improvisando toldos para guarecerse de la lluvia durante el
viaje. Al tercer día de su llegada a “Los
Laureles” una caravana de unas diez carretas inició el largo y duro
trayecto hacia el “Colico”. “Y la lluvia no mermando… con los bueyes
enterrados hasta las corvas”, dirían los Quelentaro. Al anochecer se refugiaron
en las casas del fundo “Las Rosas”.
Uberlinda evoca el frío y la lluvia. La
familia se acomodó en el fogón de uno de los inquilinos de aquel fundo. Entrada
la noche los niños hicieron fuego, mientras Rosalba del Carmen Fuentealba se
afanaba en preparar algo para la cena: “No hay como las sopaipillas calientes
una noche de lluvia”, sentencia mi informante. Mi anciana interlocutora sonríe con los “ojitos llenitos
de ayer” mientras recuerda aquella fogata del otoño del 24’, el sabor reconfortante del mate caliente y
las sopaipillas recién hechas.
Y se le viene un recuerdo amarrado a otro.
Aquella noche, una mujer, que después sería amiga de su madre, se arrimó al
fogón para pedir cenizas, “pa’ hacer unas “churrasquitas” porque ya se me acabó
el pan. ¿Y lleva harina? preguntó mi mamá. Sí, si tengo harina, poquita”. Rosalba,
cariñosa y práctica, conocedora de la importancia de las alianzas entre
mujeres, con una sonrisa la invitó a compartir su harina: “venga y moje masa
¿para qué va a hacer pan? aproveche que la manteca está caliente y haga
sopaipillas…”.
Al
finalizar el segundo día de marcha arribaron al fundo, “llegamos al “Colico lloviendo…”. Se acomodaron
junto con todos los “enganchados” en alguna de las viejas bodegas en espera de
las disposiciones de los patrones. “Había harta gente conocida. Nos iban a ver cuando supieron que mi mamá llevaba a su papá enfermo…”. Cada amigo, compadre o
comadre que los visitaba llegaba con algún presente: harina, tortillas o azúcar.
Un enamorado de la hermana mayor llegó con un valioso regalo en aquel frío y
lluvioso otoño: dos sacos de carbón para el brasero.
Un
par de días más tarde llegaron Noé y Armando. El niño, con la piel llena de
verde y de bosque contó sus aventuras, mientras los hermanos escuchaban con
algo de envidia. Sin tiempo para descansar, el padre, junto con Víctor y
Segundo se dieron a la tarea de construir una choza. Un “burro”, la
característica vivienda rústica de las faenas forestales: tablas paradas en
forma de A, afirmadas con varas y estacas. Mientras el resto de los varones se
afanaba en la construcción del “ruco”, don Noé se dirigió a hablar con Díaz, el
administrador. Malas noticias, sin consideraciones por el largo viaje se le
informó que el “enganche” ya estaba completo y
no necesitaban más gente.
Como
se venía el invierno Noé recorrió los alrededores de Cunco buscando trabajo. Todos los fundos que visitó estaban con su
plantel completo. Recién en la primavera podría encontrar alguna “pega”.
Si
el otoño era lluvioso y frío, aseguraban los lugareños, el invierno con sus
nevazones sería aún más duro. La familia se reunió con amigos y conocidos y “fueron
hablar todos con el patrón. Que no se podía engañar a esta gente que venía con
mujeres niños y enfermos…”, recuerda Uberlinda. La solicitud respaldada por
alguno de sus hombres de confianza le pareció justa al administrador. El
problema era que no tenían casa para otra familia de inquilinos.
“Había
una casa que se estaba haciendo para un empleado. Entonces, me acuerdo que los
Sanhueza, que eran bien “metíos”, fueron y dijeron que no, esa casa tenía que
dársela a mí papá porque él llevaba enfermo. Y se la dieron pu’, le dieron la
casa…”.
El
domingo siguiente Noé y su gente, además de sus amigos y conocidos, terminaron
de construir la casa. Armando, Víctor, Segundo, además de los San Martín, los
Sanhueza y los Olivares en una minga de
emergencia construyeron el fogón y levantaron los cercos. Los siguientes
quince años vivieron en esa casa.
Aquel
invierno de 1924 murió el abuelo Pedro Fuentealba.
(*) Este relato corresponde a un extracto de libro "Geografías femeninas. Mujeres y espacio doméstico en La Araucanía" ©
(En prensa).
Las ilustraciones son de Isis Zúñiga Campos.
(*) Este relato corresponde a un extracto de libro "Geografías femeninas. Mujeres y espacio doméstico en La Araucanía" ©
Las ilustraciones son de Isis Zúñiga Campos.
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