miércoles, 16 de diciembre de 2015

Navidades y bicicletas (*)






Carlos Zúñiga Jara




Desde que tengo memoria la navidad me trajo confusiones que sólo aclaré hace pocos años. Siendo un crío me intrigaban las tarjetas navideñas con sus imágenes contradictorias; Por una parte, aparecían alusiones al nacimiento de Jesús en un entorno cálido: un establo, los reyes magos atravesando algún desierto o la Virgen con el niño en brazos por algún camino seco y pedregoso a lomo de borrico; Por otra, las tarjetas representaban paisajes nevados con monos de nieve y a un rechoncho personaje de barba blanca enfundado en ropa de invierno color rojo. A lo anterior, debía agregar que la navidad en mi pueblo es a inicios del verano. Hasta donde averigüé por aquella época, en el resto de los pueblos ocurría algo similar, la navidad no era en invierno sino a inicios del verano. Para mí, además, eran los primeros días de playa entre Villarrica y Pucón, cuando Calfurray aún tenía aguas limpias. A diferencia de lo que indicaban las tarjetas de fin de año, mi navidad no tenía gorros de lana, ni monos de nieve, ni caminatas por el desierto.

Con la llegada de la televisión a mi hogar a fines de los 60’, se me agregaron nuevos motivos de desconcierto: el “pavo navideño” como parte de los festejos. Cuando tenía siete años nos mudamos a una casa-quinta donde compartíamos fronteras con mis abuelos paternos y dos hermanos de mi padre. En su gran patio mi madre tenía una pequeña y colorida quinta de árboles frutales: cerezos, ciruelos, manzanos y duraznos, además de huerta y crianza de aves: gansos, gallinas y pavos. A pesar de la presencia de pavos, la cena navideña en mi familia siempre fue un asado de cordero, faenado y preparado por mi padre. Por lo tanto, me  resultaba extraño que en el resto del mundo se cenara pavo, tal como lo decía la televisión. 

Así y todo, de niño era mi época favorita, de frutas y correrías. Con mis hermanas y primos recorríamos el vecindario asaltando cerezos, hurtando grosellas y manzanas verdes, con pequeñas bolsas de sal para degustar la mercancía robada. Un poco más adelante, en mi época escolar, diciembre marcaba el fin del período de escuela y el inicio de vacaciones que en algún momento -en mi definición infantil del tiempo- duraban un año. Siempre estuve más integrado a las redes familiares que a las escolares, por lo tanto, era una época de liberación. 

A diferencia de lo que ocurre ahora, el pueblo se vestía de fiesta la segunda quincena de diciembre. Los almacenes y tiendas -en su mayoría propiedad de familias árabes- se llenaban de luces y motivos navideños. El modesto centro, donde se instalaba el comercio más importante, estaba limitado a un par de cuadras. Caminar entre la “Bota Verde” y la “Librería Selecta” buscando mis armas favoritas era cosa de minutos, saltando la calle hacia la “Librería Universo” y volver a empezar de nuevo desde la ferretería “Trasandina” hacia arriba, por si se me había pasado algún detalle, no me demoraba más de media hora. O corriendo hasta la “Gran Vía”, donde mi primo Sergio me aseguraba que había revólveres, arcos y flechas como los que aparecían en “El Jinete Fantasma”.

Como era una época más moderada e ingenua, esos escaparates bastaban para satisfacer mis pretensiones navideñas: equipamiento de vaquero o implementos de guerra, que se reducían a modestas pistolas y rifles de plástico; en el mejor de los casos, revólveres a “fulminante”, cinta con alguna mezcla de pólvora que al ser percutada “disparaba” algún ¡bang!, ¡pang! o ¡pum!, de acuerdo a la onomatopeya impuesta por los comic. Regalos que, hoy por hoy, no serían considerados en serio por ningún niño. Ese gusto por las armas me venía de mi afición a las historietas, ojeaba y hojeaba comic desde mucho antes de aprender a leer. 

La preparación de la fiesta navideña se iniciaba un par de semanas antes, con la búsqueda de un pino o la recuperación del usado el año anterior, siempre y cuando las raíces no hubiesen salido del cajón de madera que lo contenía. Mi madre vestía el árbol con los viejos adornos: estrellas multicolores, burbujas doradas, “nieve” de algodón, además de pequeños “pascueros” de chocolate y una infinidad de caramelos. Víctimas de la rapacidad infantil de mis hermanas -Gloria y Ana- pronto colgaban solitarios envoltorios de “pascueros” y caramelos. En la base del árbol ocupaba un lugar central un antiquísimo y bien conservado pesebre. 

Si de algo siento nostalgia, es del olor a pino verde inundando la casa, ese era para mí el aroma de la navidad.

Una semana antes mi padre encargaba un par de corderos que pastaban en un rincón del patio esperando Navidad y Año Nuevo. La víspera de cada fiesta se desarrollaba un sanguinario ritual a cargo de mi padre: carnear el cordero con un certero estoque en la garganta, preparar el “ñache”, una adaptación criolla del “ñachi” mapuche, sangre de cordero cuajada, aliñada con sal y ají verde, degustado con vino blanco y limón. Delicatessen que era saboreada por una gran cantidad de parientes invitados al evento. Después se procedía a descuerar y trozar el borrego. En medio de esa febril actividad los pequeños ayudantes corríamos presurosos proveyendo cuchillos, envases y sierras. La primera preparación culinaria era un “cocimiento”, un guiso con las menudencias del cordero: chunchules (tripas trenzadas), riñones, pulmones, hígado, corazón, etc., con cebollas, arvejas, abundante vino blanco y especias a granel. Si mi padre lo estimaba, el “cocimiento” podía ser reemplazado por “apoll” -otra adaptación criollo-mestiza tomada de la culinaria mapuche- pulmones de cordero inflados, aliñados con abundante pimienta, comino y sal; que junto con el corazón se hervía por algunos minutos. La versión original, según contaba don “Rigo”, mi padre, la hacían los mapuches incorporando los aliños al cordero recién degollado y aún vivo. Con los últimos estertores los aliños se impregnaban profundamente en los pulmones.

La preparación principal también corría por cuenta de mi padre: el “asado al palo”. Medio cordero ensartado en una varilla metálica, asándose lentamente en carbón de hualle, dispuesto en una parrilla construida de un gran tambor metálico cortado a la mitad, el “pancho”. Después de varias horas de lenta cocción se servían grandes trozos de carne, acompañados de papas cocidas y abundante ensalada de tomates y lechugas. Nuestra criolla cena navideña.

Mis navidades están marcadas por los regalos. Rifles, pistolas, revólveres y en menor medida, pelotas y pequeños automóviles de plástico. Los mejores regalos que recibí fueron un camión a pedales y un par de bicicletas. A los cinco años mi primera bicicleta, de color verde y marca irrecordable. A los doce años una bicicleta roja de “media pista” marca CIC. A los treinta años -también por navidades- mi bicicleta azul, una montañesa marca “Oxford”, que aún se mantiene activa.

La espléndida mañana del 25 de diciembre de 1965, junto al árbol navideño estaba mi flamante camión verde, iluminado por un sol feérico que se colaba entre las cortinas, sonriendo reluciente ante mi asombro de niño con su pequeña cabina descubierta y una resistente carrocería de lata. Con un olor a pintura fresca que recordaría los siguientes treinta años. Sobre su construcción no estoy muy seguro, probablemente lo fabricó mi padre en la maestranza de don Eloy, mi abuelo, a golpe de martillo y soldadura, entre aserraderos a medio construir y grandes locomóviles. En ese camión recorrí miles de kilómetros de difícil ruta cordillerana. Sorteando ciclópeos cerezos y añosos manzanos; cruzando jardines selváticos, entre calas blancas y fragantes veredas de jazmines; al final del camino, un río gigantesco donde la abuela enjuagaba manteles bordados y sábanas blancas. Cargado de hermanas y primos, fundiendo el motor en alguna espantosa subida a medio camino de la entrada a la maestranza del abuelo y la fundición de mi padre.





Mi camión me acompañó por años, soportando arreglos estructurales para adaptarse a mis piernas cada vez más largas, tolerando desabolladuras y repintados debido a los frecuentes accidentes carreteros. Un día me fue imposible subir a su estrecha cabina y mi camión verde se quedó estacionado para siempre en algún rincón del patio junto a ciruelos y camelias.

Mi primera bicicleta me la trajo el “Viejo Pascuero” en la navidad del 66’. Estoy seguro que no fue “Santa Claus”, porque este impostor nos llegó por televisión unos 10 años después. Ambos vestían de rojo con larga barba blanca. Pero a diferencia de aquel que aparecía en las insufribles películas televisivas de diciembre, nuestro “Viejo Pascuero” siempre andaba acalorado. Yo lo vi varias veces en las calles del minúsculo Centro de Villarrica allá por 1964 o en las calles de Temuco, en diciembre del 63’. Moreno de ojos negros, le gustaba usar la barba algo holgada y sudaba copiosamente.

Aquella navidad desperté temprano, seguramente por el peso de la bicicleta encima de mi cama. Verde, con pedales fijos, mi padre le pondría ruedas para “aprender a andar”.





Ese verano fue de aventuras. Recorrí la distancia que separaba la casa de mis padres y el almacén de mi abuela siempre lleno de olores y de voces, corriendo entre los cajones de azúcar y las bolsas de yerba mate. Yo, intrépido ciclista, con la seguridad de las rueditas impresionaba a mi abuela con mis desplazamientos, mientras ella reía burlona. O algún largo viaje a casa del tío Enrique, a propósito de una reunión familiar, tan habituales en aquellos años. Una travesía heroica al ritmo de las rueditas raspando el cemento, que acabó en una fatiga vergonzosa, con mi padre molesto por mi falta de habilidades atléticas y mi madre dando explicaciones sobre mi agotamiento. 

Algunos meses después don “Rigo”, en una ceremonia que presenció el resto de la familia, quitó las rueditas. Salí raudo y orgulloso al desafío que imponía la acera   -tenía órdenes estrictas de no utilizar la calle- escabulléndome de mis hermanas que entre gritos me perseguían.



Crecí demasiado rápido y la bicicleta verde terminó sus días entre los cachureos metálicos del taller de mi abuelo. Ya no podía acompañarme a las excursiones al almacén de la abuela, ni esquivar con facilidad los sacos de trigo, ni la maquinaria agrícola que reparaba don Eloy. 

Los años se fueron juntando, corriendo entre la escuela y los cerezos en flor de la casa paterna. Yo, sin resignarme a mi destino de peatón, pedía todas las navidades una bicicleta nueva, roja, como esas que salían en las revistas de mi madre. Primero, intentado negociar directamente con el “Viejo Pascuero” y luego, de tanto trámite infructuoso, con mi padre. Y así, cinco navidades recibiendo insulsos automóviles de plástico o revólveres a fulminante, que no se comparaban con una bicicleta. 

Y entre disparos mordía mi pena de niño. ¡Bang!, ¡bang¡, matando bandidos que se negaban a morir, porque era la hora de la “once”. En la espesura de la huerta, asaltando fuertes defendidos por Gloria, Solange, Ana y Sergio; comandados por el pequeño e intrépido Germán, un comandante de tres años. O pasando tardes enteras con Álvaro y Sergio, confeccionando armamentos para jugar a los “romanos”. Así, armados con pesados escudos de madera y espadas mal labradas, atacábamos “castillos” de madera transformados en fuertes, defendidos por Milton, Germán, Ana, Gloria, “Chochi” y los primos que llegaban durante el verano. Guerreros heroicos que repelían el ataque con un bombardeo de terrones y manzanas verdes que los escudos resistían a duras penas. Bárbaros y romanos trenzados en batalles épicas interrumpidas por los enérgicos llamados a la cena. Los guerreros regresaban al hogar humillados a coscorrones -por madres sin sentido de la épica- por la ropa hecha jirones y la mugre acumulada durante la batalla.

Diciembre de 1974 debió ser una navidad triste para la mitad de los chilenos: El inicio del festín de los audaces que se enriquecieron con el saqueo del Estado. El festín de los soldaditos ansiosos de un remedo de guerra para regalarse medallas jugando a salvar a la patria. 

Hoy me da pudor reconocerlo pero, en mi inconsciencia infantil, la de 1974 fue una buena navidad, inaugurando árbol nuevo traído de los viveros del fundo de Weber. Con la casa impregnada de aroma a pino verde, el movimiento de corderos en el patio y compras de última hora: papas nuevas, cilantro, ají verde, lechugas y tomates. La Nochebuena se impregnó de olores, con esa mezcla mágica de pino y cordero asado. Con mi madre presurosa con el pan, los platos y el llanto de la pequeña Yasna, mis hermanas discutiendo con Germán sobre las bondades de las costillas de cordero y don “Rigo”, sonriendo satisfecho por sus logros culinarios.

Hasta donde sabía, mis solicitudes habían sido infructuosas. No habría bicicleta ese año, a cambio, en mi condición de “niño explorador” me regalarían un puñal. La mañana del 25 de diciembre de 1974 me recordó las navidades del 65’ y 66’. Sonriente, bajo el árbol navideño me esperaba con su promesa roja y cromada. Creo que nadie es más feliz que un niño en bicicleta, dichoso de sol y viento, corriendo por sendero y calles hasta quedar rendido, explorando bosques y playas. 

La navidad también había llegado con su carga a casa de mis vecinos Álvaro y Alejandra, con un par de CIC amarillas. Conformamos un pequeño equipo de exploración con Álvaro y Sergio, que disponía de una bicicleta prestada por su prima Gina, una hermosa morena que me quitaría el sueño un par de años más tarde.




Y ese verano fue de paseos largos, recorriendo las calles de mi pueblo. Entre “Presidente Ríos” y el “Embarcadero”, Las viejas veredas de la playa “Pucara”- “pulcra” de gredas y desechos- la playa del “Pescadito” o los senderos de la costa del lago Villarrica, entre junquillos y sauces llorones, intercambiando secretos sobre pedales, cadenas y velocidades, hablando de brujos y ovnis, discutiendo si Mampato o los minilibros Quimantú, si Batman o Superman, si Tarzán o Mizomba, el Intocable, si morenas o rubias. Esas discusiones se prolongarían los siguientes treinta años. Como dice Serrat, “¿y a quien le vas, azul o colorao?”.

Así, los días se fueron como hojas barridas en otoño. La adolescencia se me llenó de ojos y de voces, de amores y desamores. Y, como suele ocurrir, terminó demasiado pronto.

Vinieron los veranos y los inviernos, mis pies aplastaron hojas en los otoños de nuevas ciudades, lejos de mi pueblo. Y la vida me llevó, entre libros y cuadernos, tan lejos y tan cerca.

Y las navidades se me fueron una a una. Por razones de mercado, más bien por razones de supermercado, hice la transición del cordero al pavo, que intermitentemente preparé los siguientes años. Adobado con naranjas, vino tinto, comino, pimienta, ajo, romero y chascú, una pizca de orégano para la nostalgia y sal a gusto. 

Por las mismas razones acepté las insoportables “Barbies”, los pinos de plástico, pañuelos y camisas en vez de juguetes.

Hace un par de años se me empezó a extraviar la Navidad. Será por la ausencia de corderos en la cena o porque ahora los árboles de navidad son de plástico. O porque nunca más recibí una pistola “a fulminante” o una bicicleta roja. O acaso por la sonrisa burlona de las “Barbies” restregándome en la cara la derrota del “Viejo Pascuero” a manos de “Santa Claus”.



¿Quién me robó el aroma a pino verde?  




(*) Este relato pertenece a "Cronicas en verde" © (Inédito)
Las ilustraciones son de Isis Zúñiga Campos

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